Por Ariadna Dacil Lanza
La integración en América Latina, particularmente la promovida por los gobiernos de centroizquierda y progresistas, está en crisis. Y es que las urgencias materiales y domésticas mandan. A ellos se les aplica la máxima de Hegel: «Buscad primero comida y vestimenta, que el reino de Dios se os dará luego por sí mismo». Centrados en resolver las urgencias de sus comarcas, los gobiernos progresistas latinoamericanos ya no encuentran incentivos en el vecindario.
La escena internacional es, evidentemente, tormentosa. Para América Latina, implica capear las tensiones del ascenso de China –uno de los principales socios comerciales de la región– y el declive relativo de Estados Unidos. Se trata de dos potencias imbricadas que, por momentos, esbozan intentos de desacople y que demandan al resto de las naciones relaciones monogámicas. Cada país atiende su juego, y solo en los momentos en los que la culpa (o el cliché) los invade, los mandatarios progresistas repiten viejos mantras sobre la «hermandad latinoamericana». Esta aparece como un vínculo platónico, emocional y «superestructural» con los vecinos.
Cuerpo fragmentado
Así como el infante en sus primeros meses de vida solo logra percibir los distintos miembros de su cuerpo en forma separada –incluso sin sentir que le pertenecen realmente–, los recientes gobiernos progresistas llegan con un cuerpo fragmentado.
Si en los primeros 2000 el progresismo parecía en un franco ascenso –y las diferencias entre los distintos gobiernos se licuaban ante lo que era una verdadera ola posneoliberal–, en esta década el entusiasmo parece ser más nacional que regional. Y es que el momento es distinto: si a principios de los 2000 el desafío era forjar una nueva hegemonía tras décadas de gobiernos neoliberales, ahora es evitar no solo las permanentes presiones de las derechas, sino las propias crisis internas de los espacios progresistas en el poder. En no pocos casos, esta «nueva ola progresista» se produce con líderes que buscan quitarse el lastre de «radicales» o «izquierdistas» (como son los casos de Gabriel Boric y ahora el de Gustavo Petro), para lo cual debieron apostar a gabinetes ensamblados que les otorgan una mayor diversidad ideológica y les permiten huir de los significantes críticos que les imputa la derecha. Además, para aprobar parte de sus programas, muchos de estos gobiernos debieron buscar apoyos legislativos por no contar con mayorías propias. Estas, y no otras, han sido las preocupaciones principales en este nuevo ciclo. El regionalismo, en tal sentido, ha debido esperar.
El panorama es claro cuando se lo observa país por país. En Argentina, Alberto Fernández fue elegido por Cristina Fernández de Kirchner –la líder del mayor espacio político de la coalición peronista argentina– antes de someterse al voto popular. Juntos conformaron una coalición que no les alcanzó para controlar ambas cámaras en el Congreso –y en 2021 incluso perderían la mayoría en el Senado–, aunque sí para «apaciguar» las calles. El Frente de Todos exploró respuestas dubitativas en el gabinete para sostener la unidad y los recientes cambios –tres ministros de Economía en un mes, entre otros– dan cuenta de una situación doméstica en transformación. En Perú, Pedro Castillo llegó con menos recursos: un partido prestado con el que solo reunió 37 de 130 escaños del Congreso. Castillo no solo quedó fuera del partido, sino también con la bancada fragmentada y sorteando dos procesos de vacancia.
En Chile, durante el breve camino recorrido de Boric desde que asumió hace casi cinco meses, la prioridad fue que el sello electoral Apruebo Dignidad se tradujera en una alianza de gobierno más amplia, por lo que el presidente magallánico debió preparar un gabinete sumando a parte de la antigua Concertación para reunir voluntades en un Congreso que no controla. Además, la atención se centra en la campaña por el Apruebo en el plebiscito de salida de la Constitución, en tanto Boric sabe que eso condicionará desde la forma de su gobierno hasta las expectativas de cambio que lo llevaron a La Moneda.
la lista sigue: Gustavo Petro, recientemente elegido como jefe de Estado colombiano, es considerado el primer presidente de izquierda del país, algo que no necesariamente es visto como un atributo a la hora de gobernar. El denominado Pacto Histórico de Petro llamó a formar un Gran Acuerdo Nacional con partidos de centro, con los que luego de la elección formó una alianza para que cedan su apoyo en el Congreso y a los que asignó carteras en su gabinete.
En el caso boliviano, la mayoría con la que llegó Luis Arce al gobierno era fundamental para asentarlo en el poder luego del golpe de Estado y, si bien logró controlar la Asamblea Legislativa en 2021, el Movimiento al Socialismo (MAS) mantiene una interna por la sucesión entre quienes lideran el gobierno: Arce y el vicepresidente David Choquehuanca, y el expresidente y jefe del MAS, Evo Morales.
El caso de Andrés Manuel López Obrador en México es algo diferente, en tanto logró acceder al poder con mayorías parlamentarias propias, aunque perdió el quórum durante las elecciones legislativas en pandemia. Sus prioridades también han estado lejos de las alianzas progresistas –el Grupo de Puebla parece ser más del orden de lo testimonial–, y se han focalizado en acuerdos con Estados Unidos, su relación con algunos países centroamericanos y el Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC).
La situación se muestra claramente diferente a la del primer ciclo progresista. No se trata solo de la carencia de mayorías propias en los Parlamentos, sino de las constantes crisis de los espacios de centroizquierda ante situaciones económicas adversas y presiones de las diferentes derechas.
Más allá de la homogeneidad o de las diferencias internas propia de todo gobierno, es palpable que los nuevos líderes progresistas se abocaron a conflictos nacionales. A la hora de buscar soluciones, no parecen encontrar incentivos en la «hermandad latinoamericana». Y es lógico que así sea. Muchos de los conflictos actuales –como los de la Araucanía en Chile o la trabajosa implementación de los Acuerdos de Paz en Colombia– constituyen prioridades locales de cada gobierno y no demandan trazar solidaridades regionales.
Al mismo tiempo, la migración venezolana ha empezado a movilizar a líderes como Boric y Castillo, quienes tímidamente han restablecido relaciones con Venezuela, aunque aún temerosos por su impacto en la opinión pública interna. Fernández, Arce, López Obrador y Castillo, que sí tuvieron que atravesar toda o parte de la pandemia de covid-19, no articularon medidas más allá de los ámbitos bilaterales, en los que el mayor hito fue la producción colaborativa de vacunas entre Argentina y México. La urgencia argentina en torno de la deuda con el Fondo Monetario Internacional (FMI), tema nuclear del gobierno de Fernández, obtuvo apoyos simbólicos en la Comunidad de Estados Latinoamericanos y caribeños (CELAC). Pero en líneas generales, si bien la idea de la integración latinoamericana ha formado parte de sus discursos, aparece en un lugar desplazado.
Regionalismo zigzagueante
La doble crisis del regionalismo latinoamericano y del multilateralismo interamericano se produce en medio de una transición hacia un nuevo orden global. La disputa entre China y Estados Unidos genera rivalidades crecientes entre dos potencias que –ampliamente imbricadas, a diferencia de lo que sucedía con la Unión Soviética– pujan por su desacople y arrinconan al resto de los actores del tablero a optar por algún bando. Esas rivalidades se escenifican en temas que van desde la tecnología 5G hasta asuntos más focalizados como, por ejemplo, la base espacial china en Argentina.
La disputa hegemónica se ha intensificado en el marco de la invasión rusa de Ucrania y ha implicado el pedido de las potencias occidentales a los países de América Latina de que adopten definiciones en torno de Rusia en foros como el Consejo de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) o el G-20. Y si bien Moscú no es China, el nuevo concepto estratégico de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) deja claro que, para esa organización, ambas naciones forman parte de un mismo eje y que representan las principales amenazas para Occidente. Se trata de la misma mirada que Estados Unidos ya había consignado en su última Estrategia de Seguridad Nacional.
En medio de un escenario internacional entrópico, los liderazgos progresistas de América Latina se preguntan, en voz baja, si queda algo de regionalismo latinoamericano, de qué tipo sería y para qué podría servir.
Si se observan los antecedentes, hay un zigzagueante recorrido de cambios de estructuras que ha dejado ese regionalismo exhausto. Si en el periodo que va desde los primeros años del siglo XXI hasta 2015, instancias como el Mercado Común del Sur (Mercosur), la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (Alba), la Celac y la Comunidad Andina de Naciones (CAN) se vieron fortalecidas y revitalizadas, los años siguientes estuvieron caracterizados por la salida de varios países de algunas de esas instancias, con el consecuente intento de forjar estructuras alternativas -con nuevas identificaciones ideológicas, alejadas de las previas-, como la creación del Foro para el Progreso de América del Sur (Prosur) o el Grupo de Lima.
En paralelo, los rezagados de la etapa anterior crearon instancias de articulación política como el Grupo de Puebla, mayormente habitado por sectores de oposición (salvo México y luego Argentina a partir de la victoria de Fernández). Este último grupo logró funcionar de forma articulada para conseguir asilo para Evo Morales luego de que este fuera depuesto. Sin embargo, no tuvo ningún otro logro significativo y hasta ahora no ha funcionado más que como un club de debate político.
Asimismo, muchos de los gobiernos progresistas, aun cuando parten de posiciones más o menos similares, no han priorizado el comercio entre sí. Si el comercio intrarregional fue clave en los años de la primera oleada progresista, en la actualidad existe un escenario más bien fragmentado.
Frente al ascenso de China como uno de los principales socios comerciales de países de la región como Chile, Brasil, Argentina o incluso la CAN y el declive relativo de Estados Unidos –salvo para países como Colombia, Venezuela y Ecuador–, las iniciativas de integración regional atraviesan situaciones de «irrelevancia, estancamiento o desmantelamiento».
En tanto, Boric –que llegó al balotaje presidencial con un programa que leyó bien el contexto porque eliminó la idea previa de pedir el ingreso pleno de Chile al Mercosur– envió una delegación a la última cumbre del bloque como una suerte de asociado, y allí su ministra de Relaciones Exteriores, Antonia Urrejola, lo definió como una «prioridad» para el gobierno chileno. Esto no solo desató polémicas en el país, sino que dista de ser una realidad, ya que el Mercosur es apenas su cuarto socio comercial, luego de China, Estados Unidos y la Unión Europea.
En suma, el grado de integración regional se mantiene en los niveles mínimos históricos, similares a los existentes a mediados de la década de 1980.