Por Roberto Mejía Alarcón
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Se sienten pasos en los “pasos perdidos” del Congreso de la República. Cada grupo político con representación parlamentaria quiere, a como dé lugar, una silla de honor en la Mesa Directiva que regirá los destinos del Poder Legislativo. No cualquier lugar.
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Las miradas están dirigidas, sobre todo, hacia la presidencia, jerarquía superior que supone una serie de privilegios, tal como se ha podido apreciar en estos meses, incluyendo hasta la despótica orden de cerrar las puertas de la auténtica “casa del pueblo “a los periodistas.
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No es que los demás cargos sean de poca importancia. Sí la tienen sobremanera, tanto que hasta en la práctica, quienes los desempeñan, se convierten en los “hilos invisibles” de algunos arreglos, pactos, alianzas, acuerdos o como quiera llamarse, entre bancadas o individualidades a los fines de alguna decisión o favor “bajo la mesa”.
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Valgas verdades que lo referido no es nuevo. Y que aquello de “conversar no es pactar” es una frase que tiene diversas formas de interpretación, porque si bien es cierto no es un pecado, sin embargo, ha servido muchas veces para armar componendas que nada tienen que ver con la atención de ese mar de urgencias económicas y sociales que afronta el “populorum” y que está allí porque, después de haber recibido el voto de la Nación, ninguno de los elegidos se acuerda de las promesas políticas que hicieron. Esto, salvo error u omisión.
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Ojalá, pues, que haya un milagro verdaderamente democrático en la elección de la ambicionada Mesa Directiva, que esta vez apunta, según los trascendidos, a satisfacer un apetito voraz por traerse abajo al Titular del Poder Ejecutivo, reemplazarlo como ocupante de la “Casa de Pizarro” y hacer realidad los sueños de quienes tienen intereses muy particulares y poderosos, que poco o nada guardan relación con los que demanda la mayoría de la población, o sea la que sobrevive en la mayor pobreza material.
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Para concluir debo recordar que la Nación no es una entelequia. Se define con acierto como la comunión de los que vivieron, los que viven y los que vendrán, precisándose de ese modo la idea de continuidad, unidad y singularidad que expresa la voluntad de un pueblo de identificarse con el reconocimiento de un pasado común, en un presente compartido sobre valores fundamentales y en un futuro que promueva y enriquezca con las peculiaridades nacionales, las causas de nuestra unidad, de la dignidad humana, de la justicia, de la libertad, de la paz. No hay Nación sin Pueblo.
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Lo contrario, es pretender una abstracción o querer identificar a la Nación con los intereses de una élite o de un poder egoísta y ambicioso que ha hecho suyo el bien común. Es lo que pienso, es lo que creo.