Día que pasa, día que se escucha con mayor fuerza el clamor de todo un pueblo por el imparable y elevado costo de la canasta básica familiar. Ya no alcanzan los escasos soles que perciben quienes tienen ingresos fijos por su condición de asalariados.
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El drama es mayor entre los que sobreviven en medio de la
informalidad. La gente de extrema pobreza las pasa negras. No tiene ni un mísero sol que la alumbre. ¿Es la guerra en Ucrania, la única responsable de esta calamidad?, ¿No hay, además, otras causas, inclusive más longevas?
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En esta coyuntura es necesario recordar que la pobreza, la exclusión social, la injusticia y la desigualdad social no son el fruto inevitable de leyes naturales e irreversibles o de la mala suerte., o de la poca capacidad para saber enfrentarse al juego del mercado.
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Lo real es que son la consecuencia de estructuras sociales, económicas, políticas, éticas y culturales. Son la consecuencia de que unos se hacen cada vez más ricos sobre la base de que otros, cada vez más numerosos, se hacen más pobres. Es la consecuencia de una injusta distribución de los recursos, de los ingresos, de la riqueza, de la acumulación del capital, del poder económico, de la especulación, de la corrupción y de la mentira. Son la consecuencia de las decisiones políticas, de recetas económicas, de imposiciones sociales.
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Esto es para desmentir y desmitificar las falacias neoliberales de que la pobreza y la exclusión social son inevitables y forman parte inseparable de la modernización de la sociedad; que es el precio que hay que pagar para esta modernización. La pobreza, la miseria, la exclusión social, hablemos claro, constituyen una situación de violación extrema de la condición humana y una supresión brutal de derechos humanos, económicos y sociales básicos. Es lo que pienso, es lo que creo.