Por Martín Poblete Pujol

El asunto empezó a fines de la década del 1970 y primeros años de la del 1980 en las facultades de ciencias de las principales universidades de Estados Unidos y del Reino Unido. 

En sus comienzos fue cuestión de científicos, sus ensayos publicados en los «journals» en lenguaje dirigido a sus pares sin pretensión alguna de alcanzar más allá de las murallas de piedra cubiertas de hiedra, el perfecto «cierre del universo del discurso (Herbert Marcusse)». 

Sin embargo, quedó lanzada una hipótesis comprobada a muy corto andar: Los cambios en los patrones climáticos producirían  eventos de rasgos extremos en su fuerza y desarrollo, acompañados del calentamiento atmosférico y de los océanos, el efecto invernadero. 

De manera simultánea la burocracia y tecnocracia del sistema de Naciones Unidas comenzó a mirar con atención el asunto, estimulando el interés de creciente número de ONGs y de fundaciones dispuestas a financiar investigación fuera de los recintos universitarios.  Empezó a circular otra idea complementaria a la del cambio climático, la responsabilidad de los seres humanos y sus patrones de consumo de combustibles fósiles. 

La década de los noventa marcó la entrada de la cuestión al universo político.  Los gobiernos de  las principales potencias, que también eran y siguen siendo las principales fuentes de polución atmosférica, asumieron la inevitabilidad del asunto y reticentemente comenzaron a formular políticas tendientes a enviar un mensaje de preocupación si bien con escaso financiamiento. 

Los políticos, y con ellos diversos intelectuales dándoles asesoría, se asomaron tímidamente a un escenario en el cual circulaban incómodos; al mismo tiempo, surgían grupos escépticos tanto de la evidencia como de la investigación científica en que se apoyaba. 

Hacia fines del siglo pasado aparecieron grupos negacionistas de variados pelajes ideológicos.  Las grandes empresas transnacionales de la globalización y la Tercera Revolución Industrial empezaron a interesarse en algo al parecer ineludible, lo hicieron con cautela envuelta en sospecha. 

En el Siglo XXI la evidencia del cambio climático se hizo irrebatible, los gobiernos de las grandes potencias reaccionaron tratando de alcanzar acuerdos apoyados en dinero para sustentar investigación y medidas concretas. 

El movimiento social de activismo y advertencia se hizo global, se exigen medidas para controlar los efectos del cambio climático y debido financiamiento. 

La reunión COP 26 en Glasgow, Reino Unido, dejó en claro las distancias entre  discursos y realidad, como antes en París y Madrid hubo promesas de financiamiento de programas para países necesitados.   

En lo fundamental, cada uno queda entregado a su suerte y recursos. Las tecnologías limpias seguirán progresando, estarán disponibles a quienes puedan pagarlas; poner fin a la deforestación es cuestión de voluntad política de gobiernos en países con las más grandes masas de bosques: el cambio de motores a explosión a motores eléctricos parece  firme en la industria automotriz. 

En todo caso, desaparecida ya la euforia por el histórico Acuerdo de París (2015), el planeta encara desde el domingo desde Glasgow la última oportunidad para salvarse. Hasta el 12 de noviembre, gobiernos de todo el mundo debaten sobre cómo frenar el avance de la crisis climática.