Por María Victoria Murillo
Las transiciones democráticas de los años 80 ocurrieron en el contexto de una profunda crisis económica: la crisis de la deuda externa, que provocó una recesión tan grande que dio en llamarse a esos años la «década perdida» de América Latina.
La interpretación de esta crisis como indicador de la inoperancia de los gobiernos autoritarios empujó la democratización de la región.
El despertar democrático no trajo redistribución para las mayorías que ganaron derechos políticos, sino procesos de ajuste económico y una ola de reformas de mercado que parecían inevitables cuando la caída del Muro de Berlín anunciaba el fin de la utopía comunista. Las elites económicas perdieron el miedo a la democracia, y si bien los militares se resistieron a los intentos de juzgar sus crímenes contra los derechos humanos, se mantuvo la paz social, ya fuera por miedo a la represión pasada o por el desgaste que implicaba la supervivencia económica, con el aumento de la pobreza y la informalidad que trajeron los años 90.
Si bien el descontento desbordó las calles, como durante el Caracazo en Venezuela o las llamadas «guerras» del gas y del agua en Bolivia, se expresó mayormente utilizando los canales políticos abiertos por la democracia; es decir, con el abandono de los partidos que promovían políticas de mercado y la búsqueda de otras alternativas. Esta estrategia democrática generó un aumento en la volatilidad electoral en busca de nuevas opciones y abrió paso a liderazgos que reconfiguraron totalmente los sistemas de partidos en Venezuela, Ecuador y Bolivia y, parcialmente, en Argentina y en Uruguay.
La democracia, sin embargo, parecía por primera vez cumplir con la promesa de redistribución que los politólogos de la transición democrática habían imaginado como consecuencia lógica del cambio de régimen, pero sin el retorno a los golpes militares que los atemorizaba en los años 80.
Mientras las clases populares aumentaban sus expectativas sociales y buscaban que la política las resolviera, las elites se centraban en la emergente tensión entre democracia y república.
Llegan así, en 2019, los conocidos aajustes fiscales que son los que encienden la mecha de la protesta en Ecuador, Chile y Colombia. En Bolivia, se trató de una crisis de legitimidad política. Perú y Paraguay también vivieron crisis institucionales, las que sin embargo no se expresarían en protestas hasta ya entrada la crisis sanitaria provocada por la pandemia.
En 2020, llegó la pandemia. Las cuarentenas y el miedo acallaron las protestas, aunque sus causales solo empeoraron. La región no solo sufrió el impacto de la enfermedad que hizo epicentro en ella durante mucho tiempo, sino que además entró en recesión. En 2020 la economía latinoamericana cayó 7,7% según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal). Esa caída tuvo un impacto desigual entre quienes podían trabajar remotamente y un gran sector de trabajadores informales que se quedaron de un día para el otro sin posibilidad de ganar el sustento. La región también fue la que más días de educación perdidos acumuló, lo que siguió profundizando la desigualdad entre quienes tienen acceso a tecnologías para educación remota y quienes no.
El malestar generalizado explotó finalmente, y entonces los jóvenes encabezaron las protestas pese a la represión y la pandemia. Si bien en Bolivia las protestas habían continuado intermitentemente hasta que se convocó a la nueva elección presidencial, en Perú tomaron la forma de un estallido. El motivo fue que el Congreso (con poca legitimidad) declaró la vacancia del popular presidente interino Martín Vizcarra (recordemos que el presidente Pedro Pablo Kuczynski, elegido en 2016, había renunciado en 2018 para evitar una jugada similar).
Le siguieron las protestas de Paraguay en marzo de 2021 y la explosión de mayo en Colombia, donde la mecha fue encendida por una reforma impositiva y, pese a una brutal represión con muertos y desaparecidos, las protestas continúan un mes más tarde. En otras palabras fue la politización de la desigualdad y se vuelve un factor de cambios políticos.
El primer escenario es el de fragmentación o desestructuración política, donde el descontento popular con las elites políticas se expresa en las calles y electoralmen
te no encuentra un punto focal. Este escenario aparece en sistemas políticos con elites económicas poderosas, donde la estabilidad macroeconómica se mantuvo y los procesos de redistribución material y simbólica habilitados por el boom de las materias primas fueron sostenidos, pero no dramáticos. Chile es el caso paradigmático. El «octubre chileno» que estalló en 2019 movilizó a 20% de la población a las calles y forzó la celebración de un plebiscito para decidir sobre la necesidad de redactar una nueva Constitución. Los resultados electorales de la consulta de octubre de 2020 confirmaron el enojo de la ciudadanía, con un apoyo de 80% a la convocatoria de una Convención Constitucional (pese al muchísimo mayor apoyo financiero a la opción del rechazo).
La elección de constituyentes, en mayo de 2021, volvió a señalar el descontento de la ciudadanía con los partidos tradicionales, ya que un tercio de los escaños quedó en manos de candidatos independientes. En Perú, jóvenes descontentos frente a una pelea palaciega que ignoraba la crisis sanitaria y económica del país salieron a las calles desafiando la pandemia en noviembre de 2020. El fastidio de la ciudadanía con esos políticos ajenos a su sufrimiento quedó plasmado en una elección presidencial en la que la fragmentación electoral fue tal, que el 18% que obtuvieron los votos blancos y nulos casi emparejó al candidato más votado, mientras que la segunda candidatura recibió 13% de apoyo electoral. En la segunda vuelta entre esos dos candidatos, Pedro Castillo y Keiko Fujimori, y con una campaña que polarizó a la opinión pública agitando el espectro del comunismo si ganaba el primero, el voto se dividió por clase social y geografía. Castillo ganó por menos de un punto porcentual. En Colombia, también la ciudadanía se expresó en las calles retomando las protestas de 2019, pese a una represión brutal heredera de años de conflicto armado que había contenido durante mucho tiempo la movilización. Sin embargo, todavía es temprano para definir las consecuencias electorales de esa movilización.
En Chile, Perú y Colombia, los jóvenes lideraron las protestas en el marco de una menor densidad organizativa de la sociedad civil y, por ende, la falta de representantes claros con capacidad para negociar salidas de la crisis.
El segundo escenario es de continuidad de la polarización. En estos casos, los sistemas políticos ya sufrieron una crisis de representación de los partidos tradicionales en respuesta a las reformas de mercado de los años 90. Esas crisis permitieron la emergencia de nuevos liderazgos que prometían renovación y ocupaban el espacio de oposición a esas políticas, especialmente tras la recesión del último lustro del siglo xx.
A los recursos fiscales del boom, estos nuevos liderazgos sumaron la explícita representación de los sectores populares formales e informales incluyendo diferentes grados de confrontación con las elites económicas. En los casos más personalistas, la concentración de poder generó tensiones importantes con la democracia, lo que dio paso a procesos de backsliding o erosiones incrementales que deterioraban el régimen democrático de un modo que no había sido previsto por los «transitólogos», como ocurrió en el caso de Venezuela.
En Bolivia, Argentina y Ecuador los sectores populares están más organizados y las protestas se sostienen al ritmo de los ajustes, pero con liderazgos sociales que permiten la negociación y establecen límites a la política pública. El movimiento indígena en Ecuador y el piquetero en Argentina son ejemplos de esa capacidad, que permitió negociar el fin de las protestas sociales de 2019 en Ecuador y evitar su ocurrencia en Argentina ese mismo año (las protestas limitadas que se registraron durante la pandemia han representado hasta ahora a sectores de centroderecha de oposición al gobierno de Alberto Fernández). Incluso en Bolivia, donde la ruptura institucional emergió después de la movilización polarizada de sectores juveniles urbanos de clase media, las protestas organizadas por movimientos sociales asociados al Movimiento al Socialismo (mas) fueron claves para el retorno del calendario electoral incluso durante la pandemia. En este escenario, la organización de los sectores populares y la polarización social y política son todavía claves para comprender la protesta, aunque las consecuencias de la pandemia pueden modificar los patrones de polarización en el futuro.
El tercer escenario de liderazgos reestructuradores del sistema político refleja también un descontento ciudadano con los partidos políticos tradicionales similar al del primer escenario. Sin embargo, en lugar de volcarse a las calles, este descontento encuentra un punto focal alrededor de un liderazgo electoral que se presenta como renovador y busca reestructurar el sistema político. El Salvador y México son casos emblemáticos. En ambos países, las transiciones tardías se combinaron con la gran dependencia de la economía estadounidense, expresada en la integración comercial, la migración y las remesas.
En El Salvador y en México, los partidos políticos tradicionales no solo se mostraron incapaces de responder a las demandas de seguridad personal de la ciudadanía y a la necesidad de un modelo económico inclusivo, sino que también fueron salpicados por escándalos de corrupción.
El Partido Revolucionario Institucional (pri), el Partido Acción Nacional (pan) y el Partido de la Revolución Democrática (prd), que habían pactado la transición mexicana, fueron perdiendo capacidad para diferenciarse. Durante la presidencia del priísta Enrique Peña Nieto, el Pacto por México, firmado en 2012, acentuó el acercamiento entre estos tres partidos, que acordaron reformas políticas en busca de un crecimiento económico que venía eludiendo a México. Sin embargo, ni la economía mejoró, ni la violencia disminuyeron. En la elección de 2018, el pan y el prd, nacidos a ambos lados del espectro ideológico del pri, respaldaron incluso al mismo candidato presidencial. Este acercamiento y su pobre desempeño aumentaron la credibilidad de la denuncia de Andrés Manuel López Obrador y le permitieron construir una identidad renovadora pese a su pasado priísta y perredista. Los escándalos de corrupción que salpicaban a los partidos solo hicieron más atractiva su oferta electoral y le permitieron alcanzar 53% de los votos en las elecciones presidenciales y controlar una mayoría en el Congreso. Sin embargo, las elecciones de gobernador muestran su expansión territorial, pese a haber tenido un revés significativo en su bastión de Ciudad de México.
En El Salvador, Alianza Republicana Nacionalista (Arena) y el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (fmln) habían firmado los acuerdos de paz que llevaron a la transición democrática y se alternaron en el gobierno sin poder resolver la creciente violencia contra la que terminaron usando similares políticas represivas. Como en México, esta desconexión no resultó en una gran movilización popular, sino que se canalizó en el apoyo a la candidatura de Nayib Bukele, quien denunciaba a los dos partidos tradicionales (a pesar de haber empezado su carrera política en el fmln). Bukele logró un enorme apoyo popular y recibió 53% de los votos en la elección presidencial de 2019, sustentado en gran parte por el electorado más joven –elegido con 37 años, es el presidente más joven de la región–. En las elecciones legislativas de febrero de 2021, su liderazgo se confirmó en el apoyo a su nuevo partido, lo que empujó a los partidos tradicionales hacia la irrelevancia electoral y le permitió a Bukele el control del Congreso.
Los liderazgos de López Obrador y Bukele se parecen por su apoyo entre los más jóvenes y los más educados y por sus estrategias de concentración de poder personal a partir de su gran popularidad. Ambos prometen cambiar sus sistemas políticos y se caracterizan por liderazgos personalistas. Si bien su concentración de poder puede amenazar los contrapesos de una democracia representativa, es también más fácil para los poderes económicos negociar cuando hay líderes que cuando se enfrenta el enojo generalizado que caracteriza a Chile, Perú y Colombia. Pese a que estos casos de liderazgo polarizador se parecen al segundo escenario, el contexto económico es diferente. Si bien los precios de las materias primas están subiendo nuevamente, esto no alcanza para cubrir las necesidades fiscales de la región en el marco de la pandemia, y es más difícil construir una coalición duradera sin tener recursos para distribuir, dados los altos niveles de pobreza e informalidad en la región.
La pandemia abre un nuevo escenario de incertidumbre, que se suma a la multiplicidad de identidades políticas en una región donde al feminismo y las organizaciones lgbti+, a los movimientos indígenas y afrodescendientes y a la multiplicidad de organizaciones locales que resisten desastres ecológicos se les suman las nuevas iglesias evangélicas y movimientos conservadores locales que hacen incierta la lógica de la movilización democrática. La movilización empuja cambios políticos, pero no necesariamente conocemos su destino, ya que responde a ciclos de protesta y a la heterogeneidad de los actores que la empujan.
La incertidumbre en la dirección de la protesta social es ilustrada por las movilizaciones de Brasil en 2013. Un grupo de jóvenes estudiantes inició la protesta en respuesta a un aumento en las tarifas de transporte. La represión policial contribuyó a expandir las movilizaciones, que ampliaron sus demandas al acceso y la calidad de los servicios públicos frente al gasto en estadios para el Mundial de Fútbol y las Olimpíadas, que Brasil buscaba utilizar para venderse al mundo. Aunque la presidenta Dilma Rousseff respondió a las demandas, su popularidad resultó afectada y su reelección en 2014 fue ajustada. La movilización, sin embargo, se expandió hacia grupos conservadores que saldrían posteriormente a las calles para pedir el juicio político de Rousseff, en un contexto de deterioro económico y alto impacto público de la corrupción (gracias a la operación Lava Jato). Esta movilización facilitó la defección de sus aliados de la coalición de gobierno, frente a lo cual el minoritario pt no pudo evitar el impeachment a la presidenta. En ese vacío se montó la candidatura de Jair Bolsonaro, quien prometió la renovación política, aunque a diferencia de México y El Salvador, llegó al poder gracias a alianzas con partidos tradicionales, en el contexto fragmentado de la política brasileña. La marea puede volver a cambiar, dados el gran descontento con Bolsonaro y la liberación del ex-presidente Luiz Inácio Lula da Silva; este último lidera, en este momento, las encuestas para la elección presidencial de 202216. Es decir, la movilización y el descontento popular no tienen una direccionalidad única, ni un único punto de llegada.
La difícil convivencia entre democracia y desigualdad, agudizada por la reciente explosión de descontento en un contexto de crisis económica y sanitaria, resultó en los tres escenarios descriptos. Estos escenarios definen equilibrios inestables. Es verdad que la ciudadanía con demandas insatisfechas busca una democracia que la escuche, le preste atención y la siente a la mesa donde se toman las decisiones. Esa demanda de legitimidad democrática es más importante que los límites a la política pública que sugerían los «transitólogos» con miedo al retorno militar. Sin embargo, aunque esa legitimidad es necesaria para sostener la democracia, no es suficiente si no se asocia a una esperanza de mayor bienestar futuro, y este puede ser definido de muchas maneras dada la heterogeneidad de las demandas organizadas por el descontento. La democracia latinoamericana superó la transición, pero su consolidación requiere una combinación de inclusión y capacidad de respuesta que, esperemos, resulte de los procesos de movilización que está viviendo la región en este momento.