Para establecer la legitimidad y los propios desafíos del constituyente en Chile, la pregunta es ¿cómo pasó el país en pocas décadas de una transición ejemplar desde un régimen autoritario a una democracia, para luego evidenciar un descontento social tan amplio? Ello no es fácil de explicar o argumentar en una mirada situada en la historia presente, es decir, sobre sucesos que se han desencadenado recientemente y que fundamentalmente se explican por un cambio cultural profundo en el seno de la sociedad chilena.

Al respecto, primeramente, no puede soslayarse una manifiesta erosión del tejido social, que no tendría explicación lógica aparente en un país que era clasificado o rankeado en las puertas del desarrollo económico y social por organismos internacionales y por la propia elite política y empresarial del país hasta hace muy poco tiempo. Pero ello comienza a tener sentido al observar el desacople de prácticamente toda la elite respecto de la percepción y emoción de los ciudadanos promedio, que manifestaban un aumento en su malestar respecto al sistema político.

Un estudio de Criteria Research sobre las emociones en las redes sociales antes, durante y después de octubre de 2019 exhibió la magnitud del malestar que se desprendía del análisis de contenidos de estas. Al respecto, el estudio arrojó que la emoción predominante en tiempos del preestallido era precisamente el malestar provocado por la percepción de que «las cosas o situaciones que me afectan» no se podían cambiar (sentimiento de resignación, frustración e impotencia), lo cual se transformó en octubre de 2019 en rabia y compromiso con cambios estructurales.

Así, luego del estallido social del 18 de octubre de 2019 se abrió un futuro incierto respecto al devenir de Chile, principalmente respecto a cómo renovar la confianza en las instituciones de la República para generar las condiciones de una representación política efectiva.

Por cierto, la pandemia de covid-19 permitió un respiro a las autoridades de gobierno para retomar la conducción al objeto de enfrentar la crisis que amenazaba, y aún lo hace, a la salud de la población. Aunque, por cierto, la crisis política e institucional sigue presente.

El Chile de hoy pareciera sin sentido común, el cual habría sido reemplazado por una conflictividad y crispación social ascendente, provocada principalmente por una percepción de abuso generalizado del sistema político y económico. En tal sentido, si bien esta percepción tiene muy buenas razones, llama la atención que hasta el momento la actitud en el seno de la constituyente electa en las pasadas elecciones del 15 y 16 de mayo, y que ha entrado en funciones el 4 de julio, no atisba una capacidad de diálogo que sugiera la posibilidad cierta de construir un camino de representación social y política que margine a la descalificación como estrategia principal en las discusiones públicas.

Sin embargo, esta columna, lejos de exhibir un prejuicio pesimista frente al proceso político que vive Chile, consigna que la salida institucional que permitió el acuerdo político de la reforma a la Constitución del 2005 del presidente Ricardo Lagos (al que muchos restan legitimidad de origen por representar el espíritu del constituyente de 1980) ha sido una muy particular búsqueda de superación del conflicto político. Ciertamente, en los medios de comunicación se han soslayado las características de un proceso paritario (entre hombres y mujeres), por tener cupos reservados para los representantes de pueblos originarios (17 de los 155), o por el hecho de que ha sido la propia elite política la que acordó cambiar la carta fundamental evitando un quiebre democrático, como sucedió en el Chile de inicio de inicios del siglo XX que desembocó en la Constitución de 1925 o el golpe militar de 1973 que conllevó la Constitución de 1980. Sin embargo, el aspecto más singular del proceso político ha sido precisamente intentar acotar la misión del constituyente a la labor de acordar y redactar la carta fundamental, mientras las demás instituciones siguen funcionando con «normalidad». Por esto, sin duda la experiencia chilena está siendo observada con interés desde distintas latitudes, ya que está intentando responder a los desafíos de un cambio de época, es decir, a una transformación cultural profunda.

La labor de un constituyente que emerge precisamente por la falta de credibilidad y legitimidad de las instituciones de la República es un camino pedregoso por el cual se pretende transitar para la realización de los cambios que el soberano ha mandatado.

Al respecto, que en la presidencia del constituyente haya sido electa una líder mapuche, Elisa Loncón, denota uno de los derroteros por los que se intenta simbolizar varios procesos de cambios que exhibe en el ámbito cultural la ciudadanía en Chile, tales como el respeto a los pueblos originarios en relación con sus tradiciones, reivindicaciones y cosmovisiones, el fin del patriarcado (asumiendo para Chile un enfoque de género) y la superación del centralismo. Es decir, un renacimiento de las identidades y respeto a las diferencias. Ello como contraparte a la uniformidad y homogeneidad de la chilenidad.

El proceso recién se inicia; sin embargo, es deseable que los constituyentes y los movimientos que los apoyan estén dispuestos a crear puentes de entendimiento que promuevan el diálogo que el país requiere. No será fácil conseguirlo en medio de un contexto en el que están representados tanto sectores que están por refundar Chile en una lógica de adversarios del modelo neoliberal como quienes pretenden mínimas reformas al sistema político y social. En definitiva, posiciones maximalistas que polarizan la realidad del país entre buenos y malos, entre quienes defienden sus intereses por sobre el bien común. En consecuencia, el camino no es fácil, pero pareciera el único que pudiera conseguir un nuevo pacto social para el futuro del país.