Por Enrique Fernández

Un grupo de angustiados estudiantes llegó hasta las oficinas del Gran Maestro de la Masonería, para preguntarle qué pasaría con ellos si la Gran Logia aprobaba el cierre de la Universidad La República.

De aquella reunión han transcurrido 13 años.

La escena podría repetirse ahora, porque Superintendencia de Educación Superior (SES) determinó la muerte definitiva de esta casa de estudios, sumida en una larga y lenta agonía.  La universidad masónica anunció sin embargo que buscará todos los caminos para evitar su cierre. “Es una noticia dura”, dijo un representante de la Junta Directiva.

Ahora será el Ministerio de Educación quien dirá si acoge o no la recomendación de la superintendencia, de revocar el reconocimiento de la universidad La República (ULARE), como sucedió hace ocho años con la Universidad del Mar. Para llegar a esta recomendación, la SES rechazó un plan de recuperación que presentó la universidad masónica, cuyos 3.800 estudiantes deberán ser reubicados en otros centros de educación superior.

“El principal objetivo de la sanción impuesta a la universidad es proteger los intereses de los estudiantes, de manera de evitarles un daño mayor y permitirles continuar sus estudios en otras universidades que sí les den mayores garantías de calidad”, señaló el Superintendente de Educación Superior Jorge Avilés.

Fue una investigación administrativa que se prolongó por más de un año. Al término de ese estudio en terreno, las autoridades educacionales situaron a la ULARE, vinculada desde su nacimiento a la Gran Logia Masónica, como una de las universidades más frágiles o riesgosas desde el punto de vista financiero. 

La crisis financiera, patrimonial y administrativa que enfrenta la institución se remonta a mediados de 2007 y se refleja en un prolongado déficit que no le permite cubrir oportunamente sus costos y gastos operacionales. Entre ellos, los sueldos de sus profesores y funcionarios. Esa misma incapacidad administrativa se observa en el incumplimiento de sus obligaciones previsionales con, con multas impagas que aplicó la Dirección del Trabajo por sobre los 100 millones de pesos. 

Pero hay más: 

A esos pagos pendientes se agregan deudas por impuestos y créditos fiscales que superan los 1.725 millones de pesos y documentos bancarios protestados del orden de los 93.000.000. 

Ante su inminente cierre, las autoridades de la universidad encabezadas por su rector, Fernando Lagos Basualto, no desean que otro grupo de estudiantes angustiados llegue de nuevo hasta el Club de la República, sede de la Gran Logia, como ocurrió el 28 de mayo de 2008.

Los universitarios de entonces buscaban respuestas, porque un alto dignatario de la Masonería había recomendado el “cierre con dignidad” de la universidad masónica, que se hallaba al borde de la quiebra y con deudas por sobre los 7.500 millones de pesos.

Ese año 2008 se agudizó la crisis que había estallado el año anterior. La mitad de sus 6.000 estudiantes emigró a otras universidades privadas y perdió el dinero que sus padres habían pagado por matrículas y aranceles en la ULARE. 

Sus salas de clases y sus patios, antes llenos de actividad en la casa central de la calle Agustinas, se convirtieron en el rostro de una universidad fantasma. Sus teléfonos y la internet no funcionaban por falta de pago y muchos de sus profesores seguían dictando clases sin recibir sueldos, para no dejar a sus cursos “botados” en mitad del año académico. 

Nacida en septiembre de 1988, la Universidad La República fue el fruto de una iniciativa de 97 miembros de la Masonería, incluida la cúpula de la Gran Logia. Pero en su audiencia con los estudiantes, ese día de mayo de 2008, el Gran Maestro Juan José Oyarzún intentó persuadirlos de que esos “hermanos” actuaron a título personal cuando crearon este centro académico “laico, pluralista y tolerante”. 

Trece años después, todo indica que la universidad masónica correrá la misma suerte de la Universidad del Mar, que debió cerrar sus actividades en 2012, también por razones financieras. Sus estudiantes fueron víctimas del sistema, donde prevalece el mercado por sobre el derecho a una educación de calidad considerada un bien de consumo.