Por Rafael Poch

La cooperación ruso-china es cada vez más estrecha y se extiende a ámbitos sensibles antes inimaginables. En octubre de 2019 el presidente Putin reveló, por ejemplo, que Rusia está ayudando a China a crear un sistema de alerta para ataques de misiles, lo que parece anticipar un modelo integrado y un rudimento de alianza militar defensiva. Esos son, ciertamente, avances mayores.

En la misma línea, la última gran declaración conjunta chino-rusa, la de Moscú del pasado 11 de septiembre, ofreció todo un catálogo de la ampliación de la sintonía entre Moscú y Pekín sobre la situación internacional -recordemos que la primera visita al extranjero de Xi Jinping como presidente fue a Rusia. Aquella declaración mencionaba la campaña y politización antichina con motivo de la pandemia (el «virus de Wuhan» de Trump).

 Hasta ahora la entente ruso-china se concentraba exclusivamente en las relaciones bilaterales, pero progresivamente ha pasado a convertirse en una coordinación de la política exterior, al principio limitada pero que no cesa de intensificarse», observa el analista diplomático indio M.K. Bhadrakumar.

El principal fundamento de esa cooperación general es el común maltrato que ambos países reciben o recibían de Estados Unidos. «Los estrategas americanos continúan ignorando la perspectiva de una alianza entre Rusia y China. Asumen alegremente que es posible contener y erosionar gradualmente a ambos países vía sanciones, restricciones comerciales, financieras, de inversiones y tecnología, y, simultáneamente, socavando su estabilidad interna financiando a la oposición interna a sus regímenes con adoctrinamiento de elementos prooccidentales de guerra informativa», constata Bhadrakumar.

Un año antes de la importante declaración conjunta de Moscú, también el presidente del comité permanente de la Asamblea Nacional Popular de China, Li Zhanshu, visitó la capital rusa. Li dijo entonces: «Estados Unidos está llevando a cabo un doble cerco de China y de Rusia e intenta sembrar la discordia, pero nosotros constatamos eso y no morderemos el anzuelo. La principal razón es que disponemos de una base muy sólida para una confianza política mutua». La primera afirmación es correcta, la segunda no: entre Rusia y China no hay confianza.

Una profunda desconfianza

En la etapa de la crucifixión de China (por usar la terminología del gran sinólogo francés Jacques Gernet), los tiempos de expolio y abuso colonial de los siglos XIX y principios del XX, Rusia fue para China un «demonio extranjero» más. En la expansión rusa hacia el este de los siglos XVII y XVIII, los rusos se toparon con los chinos. Hasta 1850, la región que hoy se conoce como el Extremo Oriente ruso (Dalni Vostok), desde el Este del lago Baikal hasta el Océano Pacífico, había sido más bien china. Dejó de serlo merced al acuerdo de Aigún (1858), uno de aquellos tratados desiguales que la debilitada China imperial se vio obligada a firmar con los extranjeros.

El despecho hacia Occidente que domina hoy entre los dirigentes rusos, después de la incapacidad europea de asumir el proyecto gorbacheviano/gaullista de una «Europa de Lisboa a Vladivostok» -incapacidad instrumentalizada por la OTAN-, desemboca en el coqueteo intelectual con el llamado «eurasianismo»: el presidente Putin dice que Washington es «incapaz de llegar a acuerdos» y su ministro de Exteriores, Lavrov, afirma que «debemos cesar de preocuparnos por las afirmaciones de nuestros socios europeos». La mentalidad declarada se podría resumir así: «¿Maltrato, sanciones y atosigamiento militar de Occidente?, pues nos orientamos a China, no os necesitamos». Es más fácil decirlo que realizarlo.

Europa no es, ciertamente, el único mercado (energético) de Rusia, pero sí el más idóneo y en muchos aspectos el más conveniente. Asistí a las negociaciones chino-rusas sobre suministro del gas siberiano exportado a China, y doy fe de su definición, por un observador ruso, como «drama de dimensiones shakesperianas»: tardaron años en ponerse de acuerdo sobre los precios, y el ambiente en la delegación rusa era de una monumental irritación.

Hasta finales de los ochenta, la URSS mantuvo 44 divisiones desplegadas en sus más de 6.000 kilómetros de frontera con China, 13 más que en el frente occidental

Rusia no desea ser «hermano menor» de China. En realidad, ese es un papel que ninguna nación con identidad de potencia desea. Pero en el caso de Rusia, que fue «hermana mayor» de China en el pasado, ese intercambio de papeles con alguien que ahora tiene una economía que multiplica por lo menos cinco veces la propia resulta particularmente complicado. La hipótesis de convertirse en algo parecido al gasolinero de China, con la servidumbre que ello conlleva, es desestimada por los expertos rusos con un optimismo verbal de puertas afuera que no se corresponde con las inquietudes internas que suscita en Moscú el horizonte de una correlación de fuerzas tan desigual con la pujante China.

«No creo que haya un serio riesgo de que Rusia acabe metida en una dependencia estratégica hacia China. Ninguna dependencia de un poder exterior es aceptable para Rusia, cuya anhelada pasión de soberanía, que le impide ser «hermana menor» de nadie, es bien conocida», dice Sergei Karaganov, presidente del Consejo de Política Exterior y de Defensa de Rusia. La identidad euroasiática de Rusia le permite sintonizar con su vecino oriental, dice Karaganov:

«Siendo culturalmente sobre todo europea, Rusia es mayoritariamente asiática política y socialmente. Sin una centralización excesiva, sin un poder autoritario fuerte y sin Siberia con su riqueza infinita, el país no sería lo que es hoy y lo que define su código genético como una gran potencia. Aunque existen diferencias culturales colosales, Rusia y China tienen muchas cosas en común en la historia. Hasta el siglo XV, ambas fueron partes conquistadas del Imperio Mongol, el más grande que el mundo haya conocido. La única diferencia es que China asimiló a los mongoles, mientras que Rusia los expulsó, pero absorbió muchas características asiáticas durante los dos siglos y medio de su dominio. Durante los quinientos años de liderazgo de Europa y Occidente, el carácter asiático se consideró un signo de atraso. Pero ahora parece convertirse en una ventaja competitiva, tanto en términos de capacidad para concentrar recursos para una dura competencia, como en términos de combatir nuevos desafíos».

Pragmatismo chino

Por parte de China, no hay el más mínimo deseo de entrar en una lógica de bloques, a la que Rusia está acostumbrada por la inercia de su largo pulso con Occidente durante la fase bipolar de la Guerra Fría. Las dudas y recelos de Pekín sobre el futuro y la sostenibilidad del actual despecho de Rusia hacia el resto de aquellos «demonios extranjeros» solo pueden ser enormes. Al mismo tiempo, esas dudas no impiden la actitud instrumental que las circunstancias imponen: «China y Rusia no tienen intención de formar una alianza militar porque no resolvería los desafíos integrales que ambos países encaran, (pero) mientras cooperen estratégicamente pueden generar una efectiva disuasión y un común esfuerzo para lidiar con problemas específicos, resistir los intentos de anular a ambos países y frenar la mala conducta internacional de Estados Unidos», señala un comentario editorial del diario chino Global Times.

«Una alianza militar solo sería una última opción para la peor de las situaciones: si Estados Unidos u otro país lanzara una guerra que obligara a China y Rusia a luchar juntas», dice el experto del Instituto de Estudios de Rusia, Europa Oriental y Asia Central de la Academia de Ciencias Sociales china, Yang Jin.

¿Un 1972 a la inversa?

Tanto en Moscú como en Pekín se habría preferido mantener una política bilateral estable con Washington en lugar de establecer la actual alianza, pero el requisito de tal política es el reconocimiento de los intereses nacionales de Rusia y China por parte de Estados Unidos. Eso significa una administración diplomática, es decir pactada y negociada, de las diferencias. Hoy eso no es posible, pues Washington no reconoce sus propios límites y su política está secuestrada por un militarismo estructural que viene determinado por el enorme peso político de su complejo militar-industrial en las decisiones de política exterior, en las cámaras representativas y en la presidencia del país. Eso hace que las políticas de fuerza (sanciones guerra híbrida y presión militar) vayan claramente por delante del diálogo, la negociación y la búsqueda de acuerdos. Almenos es lo que ha ocurrido durante el complejo gobierno de Donald Trump. Si eso cambiara, tendría consecuencias inmediatas en la actual ecuación y muy en particular en la actitud de Rusia.

La mentalidad del dominio europeo y norteamericano del mundo, grabada en la conciencia occidental desde la Revolución Industrial y el colonialismo, es la de que el poderío mundial equivale a sometimiento del otro. Esta primitiva mentalidad, completamente inservible para los retos del siglo XXI, es la que convierte en aterradora para quien la suscribe cualquier perspectiva de ascenso de potencias emergentes que antes no contaban nada. Desde esa mentalidad es manifiesta la estupidez estratégica que supone el hecho de que Estados Unidos incentive con su doble hostilidad una alianza de China con Rusia perfectamente evitable. Paradójicamente, fue el candidato Donald Trump quien, en una declaración de 2015, enunció ese absurdo antes de convertirse en uno de los presidentes más nefastos e inquietantes de la historia de Estados Unidos:

«Una de las peores cosas que le podrían ocurrir a nuestro país es que Rusia sea empujada hacia China. Nosotros la hemos incitado a aliarse con China, vean los grandes acuerdos petroleros que están ultimando. Nosotros les hemos unido y es una catástrofe para nuestro país. La incompetencia de nuestros gobernantes les ha hecho ser amigos», dijo entonces Trump.

Hace casi medio siglo, cuando el presidente Nixon y su secretario de Estado, Henry Kissinger, alteraron en 1972 la correlación de fuerzas mundial ofreciéndole a China una normalización de relaciones para incrementar la presión contra la URSS, el propio Kissinger consideraba a los chinos «tan peligrosos como los rusos«. «Dentro de cierto periodo histórico, incluso serán más peligrosos que los rusos», profetizaba. «En veinte años», le decía a Nixon, «su sucesor (en la Casa Blanca) tendrá que terminar inclinándose hacia los rusos contra los chinos». «Ahora», decía, «necesitamos a los chinos para disciplinar a los rusos», pero en el futuro será al revés. Cuarenta y cinco años más tarde, en sus últimos años, el viejo Kissinger insistía en aquella idea al propugnar que «Rusia debe ser percibida como un elemento esencial de cualquier nuevo equilibrio global y no como una amenaza para Estados Unidos».

Pese a la recuperación nacional que Rusia ha experimentado con el presidente Putin, los indicadores generales de su potencia apuntan a la baja. Dejando de lado los problemas de su estructura económica (excesivamente centrada en la exportación de hidrocarburos) y de su sistema político, la tendencia de su potencia va claramente a menos. Su zona de influencia en Eurasia continúa reduciéndose: ha perdido Ucrania. Moldavia más bien se orienta a Occidente.

En Asia central sanciona un condominio de influencias con China. Turquía comienza a intervenir militarmente en Transcaucasia, como se ha visto en la última guerra por el Alto Karabaj. Y el colmo es que hasta en la fiel y segura Bielorrusia, hoy harta de su caudillo Aleksandr Lukashenko para el que Moscú no parece tener alternativa, se erosiona el antes sólido prestigio ruso en un estado de arquitectura estalinista. Bielorrusia ya es para Rusia zona en disputa con Polonia, un enemigo histórico de Moscú que antes era insignificante pero que ahora, integrad  o en la Unión Europea al igual que las pequeñas repúblicas bálticas, envenena el ambiente y causa problemas…