Por Baltasar Garzón
El odio que, en los últimos cuatro años, ha sembrando Donald Trump como presidente de EE UU ha germinado en el terreno abonado de la ultraderecha, organizada en diferentes países del mundo a su imagen y semejanza, con el apoyo de lugartenientes económicamente bien dotados. Lo estamos viendo en Polonia, donde entra ya en vigor la prohibición del aborto pese a las multitudinarias protestas que han intentado frenar una medida tan regresiva. El Tribunal Constitucional sentenció en octubre de 2020 que era ilegal interrumpir el embarazo en el caso de malformación del feto, dando la razón a los parlamentarios del partido de extrema derecha “Ley y Justicia”.
En países como Brasil, la nula gestión de la pandemia ha llevado al límite a la ciudadanía, cuando los enfermos mueren asfixiados por falta de oxígeno en los hospitales, drama que es significativo en Manaos, en plena Amazonía, donde la población enferma se está ahogando literalmente. Los afines al presidente Bolsonaro, una copia ideológica de Trump, intentan conjurar el fantasma de un impeachment, todavía lejano, pero cada vez más verosímil.
Visto lo visto y lo que vendrá no cuesta esfuerzo afirmar que la ultraderecha agrede y mata. En 2020, según un informe de la plataforma Antifa International, se tiene noticia fehaciente de 810 ataques en diferentes países, provocados por «fanáticos, fascistas y violencia de extrema derecha», lo que se interpreta como una mínima parte de lo que en realidad sucede a diario en el mundo. Este informe, elaborado por cuarto año consecutivo, indica que, en referencia a 2019, se ha producido un incremento de un 39 % de violencia ultra. Tiroteos, palizas, ataques de diverso tipo, llevaron a la muerte a 325 personas y dejaron malheridas a 1.186.
Como un lobo con piel de oveja, la ultraderecha se cubre con la democracia y, cuando tiene asegurado su objetivo, utiliza las garras sin contemplaciones, barriendo todo lo que escape a su control. Dentro de sus estrategias también cuenta con servirse de teorías conspirativas. Así, el virus es un invento de un laboratorio chino destinado a hacer una criba entre la raza humana. Estos bulos se desperdigan a través de las redes sociales, llegando a influir en un sector de la población, no necesariamente ignorante o candoroso.
Conspiraciones
De todas las teorías conspirativas, hay una especialmente peligrosa que reivindicaba el nazismo. “… ‘Un grupo de financieros judíos domina el mundo en secreto y está conspirando para destruir la raza aria. Diseñaron la revolución bolchevique, dirigen las democracias de Occidente y controlan los medios y los bancos. Tan solo Hitler ha logrado ver la realidad de sus trucos nefarios… y solo él puede detenerlos y salvar a la humanidad’”, explica el historiador Yuval Noah Harari en su artículo “Cuando el mundo parece una gran conspiración”.
Harari analiza que, por supuesto, existen muchas y verdaderas conspiraciones: “… Los individuos, las corporaciones, las organizaciones, las iglesias, las facciones y los gobiernos siempre están tramando y elaborando varias conspiraciones. Sin embargo, justo por eso es tan difícil predecir y controlar a todo el mundo”. Se me viene a la mente la conspiración judeomasónica que tanto juego dio a la dictadura franquista para justificar la represión de cualquier opinión discrepante de la oficial del régimen.
Aunque no exactamente del mismo modo, sin duda la historia se repite. Las teorías conspirativas fueron antes, y siguen siendo hoy, un instrumento imprescindible para estos grupos. Lo primero es buscar a un enemigo, para después culparlo de todos los males posibles, demonizándolo. Una vez conseguido, el terreno está abonado y, aprovechando la desesperanza y la desesperación de las personas y colectivos, no resulta complicado esparcir la especie xenófoba, racista o sencillamente fascista que se pretendía.
Gobierno ‘socialcomunista’, ‘ilegítimo’, ‘okupa’, ‘socio de independentistas y terroristas’, son conceptos acuñados aquí en España por Vox, que PP y Ciudadanos no han tenido reparo alguno en incorporar a su léxico, para luego apuntar a una conspiración internacional de izquierdas, con referencias al chavismo o la Cuba castrista, pero que por lo general se expresa con prudencia sobre Putin, abraza la causa de la oposición venezolana y no hace ascos a cobrar del exilio iraní, en el caso de Vox.
En algún momento habrá que pedir responsabilidades a estos políticos por sus actitudes de conveniencia que nos llevan a retroceder, perdiendo hitos de libertad conseguidos hace tanto tiempo que ni siquiera los percibimos, e incluso estas agresiones nos parecen de inicio chuscas y grotescas.
Ese es el peligro, que tardamos en darnos cuenta de hasta qué punto atentan contra la democracia. Vox va haciendo su labor hasta que sea demasiado tarde, y lo que podrían parecer comentarios chocantes se convierten en realidades que cuesta después frenar.
También en Portugal
La amenaza está ahí. En Portugal, del escaso 1% de los anteriores comicios, en estas últimas elecciones en que la abstención ha sido considerable por efectos de la pandemia, la ultraderecha que encabeza André Ventura, el líder de Chega (Basta), ha conseguido un 12%. Algo impensable logrado mediante la agitación, la descalificación y el ataque al oponente. ¿Son los coletazos de una situación en la que el efecto Trump aún estaba presente? O, por el contrario, ¿es algo más profundo? Algo que ha arraigado ante la indiferencia de quienes tenían que oponerse a esa especie de plaga de langosta que se puede prevenir, pero que, una vez presente, es imposible detener. La esperanza radica en que fuera del juego presidencial, en la ciudadanía, pierda fuerza la ultraderecha que el anterior presidente de Estados Unidos alentó en Europa y en América Latina. Sobre todo, si flaquea la ayuda económica a la que antes se podía tener fácil acceso.
(*) Aporte de Other News de Roma