Por Sergio Arancibia
La reciente compra de los activos en Chile de la empresa española CGE por parte de la empresa china SGIDL -ambos operadores relevantes en el mercado de la distribución eléctrica en Chile – ha puesto en el tapete de la opinión pública viejos problemas relacionados con la inversión extranjera en Chile.
En el negocio eléctrico chileno, casi todo lo relativo a generación, trasmisión y distribución está en manos privadas, con la sola excepción de una modesta participación de Enap, desde años recientes, básicamente en el área de generación. Y una parte sustantiva de todas las empresas operadoras está en manos de capitales extranjeros. Por lo tanto, la reciente compra de CGE por parte de SGIDL no cambia ni viola nada de la institucionalidad chilena actualmente existente en este campo. Se trata de la compra por parte de una compañía extranjera ya radicada en Chile, por parte de otra empresa extranjera, también ya radicada y operando en Chile desde hace varios años. Que la cosa comprada o vendida sea un servicio social básico y estratégico no parece ser hoy en día un problema -aun cuando debería serlo – pues Chile no reserva para el Estado ni para los empresarios chilenos ninguna área de su economía. Que pase de manos españolas a manos chinas no puede ser un problema, pues Chile no establece – ni debería establecer – diferencias étnicas ni nacionales en este campo. Que la empresa compradora sea estatal en su país de origen, tampoco es en sí mismo un problema, pues las grandes empresas trasnacionales no son mejores ni peores por ser enteramente privadas o estatales.
¿Cuál es entonces el problema? Un problema radica en el hecho de que con esta operación de compra venta, SGIDL, que ya es propietaria de Chilquinta, pasaría a controlar el 52 % de la distribución eléctrica del país, lo cual es una cifra que luce preocupante, por cuanto implica un alto poder de mercado en un sector tan sensible como lo es el eléctrico. La Fiscalía Nacional Económica y el Tribunal de Libre Competencia tendrán que resolver al respecto.
El otro problema -mucho más complejo – que se pone de manifestó con este tipo de operación, es que Chile tiene firmados y plenamente vigentes una serie de tratados de libre comercio y de tratados de protección y promoción de inversiones que implican que Chile tiene poca capacidad de negociación frente a los inversionistas extranjeros que intenten invertir en el país, y les concede derechos y beneficios muy difíciles de modificar una vez que la operación inversora se ha realizado. Además, la muy soberana Convención Constituyente no tendrá autoridad como para modificar nada de esos tratados internacionales vigentes, y aun si la tuviera, las consecuencias de modificar esos tratados no serían inocuas para el país, sino que hay costos elevados que se podrían volcar contra el país en caso de acciones unilaterales en ese campo.
En el caso particular de China, existe con ese país un Acuerdo Suplementario sobre Inversiones, que establece que cada país admitirá y protegerá a los inversionistas del otro país. Además, se establece que todo inversionista recibirá, en el país de destino, un “trato nacional”, es decir, un trato no menos favorable que el que el país otorgue a sus propios inversionistas. Se agrega que los inversionistas serán beneficiados con el “trato de nación más favorecida”, lo cual implica que se les hará extensivo cualquier beneficio que reciba cualquier inversionista de otro país, excepto cuando se trate de acuerdos de libre comercio. Cada país se compromete a no expropiar los bienes de los inversionistas del otro, salvo situaciones de interés público. En estos últimos casos, se compromete a compensar al inversionista, compensación que debe corresponder con el “precio justo de mercado”. Se facilita la transferencia al exterior de pagos, utilidades y ganancias en moneda convertible, al tipo de cambio vigente en el mercado. En caso de conflictos o controversias, ambas partes definen y se obligan a mecanismos de arbitraje, cuyas sentencias serían de obligatoria aceptación para ambos países. Este convenio establecido, firmado, ratificado y vigente con China no es muy diferente en su contenido fundamental a los que se han firmado con muchos otros países.
Tan importante como lo establecido en estos convenios internacionales es no perder de vista lo establecido en la actual constitución, en el sentido de que el Estado no puede llevar adelante actividad empresarial alguna, excepto si una ley de quorum calificado así lo autoriza, lo cual nos lleva a que el estado chileno está impedido de participar como empresario o como socio de empresa alguna, en mercados como el eléctrico, pero se permite la participación bastante libre de empresas extranjeras.
Ganar para el Estado chileno mayor capacidad de acción económica dentro del país, tener resguardos muy estrictos sobre la producción de servicios sociales básicos, y aumentar la capacidad de negociación frente a los inversionistas extranjeros, son algunos de los grandes desafíos que tiene que enfrentar Chile, antes, durante o después de la Convención Constituyente.
ANALIZANDO LAS CIFRAS: OCUPACIóN Y DESOCUPACIóN.
La tasa de desocupación durante el trimestre móvil septiembre-noviembre del 2020, calculada por el INE, fue de 10.8 %, de acuerdo a datos hechos públicos en los últimos días de diciembre. Se trata de una tasa menor que la que se presentó durante el trimestre inmediatamente anterior – agosto octubre – que fue de 11.6 %. Es necesario, sin embargo, pasar revista a los contenidos más íntimos que están detrás de esas cifras.
Una primera cosa que llama la atención es que la fuerza de trabajo aumentó en el transcurso de un mes en aproximadamente 200 mil personas. En el trimestre agosto octubre era de 8.671.530 ciudadanos y un mes más tarde – en el trimestre septiembre noviembre pasó a ser de 8.871.080 trabajadores. Aparecieron 199 mil personas adicionales. ¿De dónde salieron? Salieron fundamentalmente de los “inactivos potencialmente activos”, es decir, de los que están en edad de trabajar pero no trabajan ni buscan hacerlo. No forman parte, por lo tanto, de la fuerza de trabajo, pero estarían dispuestos a trabajar si el mercado del trabajo se mostrara más atrayente. Esta categoría disminuyó en 192 mil personas, que fueron las que hicieron aumentar la fuerza de trabajo. Hay, por lo tanto, más gente que está dispuesta a abandonar el ocio e incorporarse al mercado del trabajo. Pero quedan todavía 1.334.270 trabajadores en esa categoría de inactivos potencialmente activos. Se trata, indudablemente, de un inmenso capital humano no aprovechado por parte de la sociedad chilena. Las consecuencias no solo económicas, sino también sociológicas y políticas de la existencia de ese contingente humano son considerables.
La fuerza de trabajo – que ya dijimos que aumentó en aproximadamente 200 mil personas en el último trimestre analizado – está compuesta por la suma de los ocupados más los desocupados. Los ocupados pasaron de 7.667.660 personas en agosto-octubre, a 7.916.720 trabajadores, en septiembre-noviembre. Un aumento de 249.060 personas. Pero los desocupados pasaron de 1.003.910 trabajadores a 954.350 trabajadores, disminuyendo en aproximadamente 50 mil personas. Todo eso explica el origen y el destino de los 200 mil nuevos integrantes de la fuerza de trabajo.
En la cantidad de ocupados no todos están ocupados de la misma forma. En la cifra ya mencionada se incluyen los “ocupados ausentes”, que disminuyeron en el último trimestre, pero continúan siendo 740.040 trabajadores.
También los trabajadores informales son parte de la cifra de trabajadores ocupados. Los trabajadores informales en el último trimestre ascendieron a 2.112.280 personas. En el trimestre anterior esa masa era solo de 1.924.580 trabajadores. Estos aumentaron, por lo tanto, en 187.700 personas. De los aproximadamente 250 mil nuevos ocupados, 187 mil lo hicieron en el sector informal. No se trata, indudablemente, de nuevo trabajo formal y estable.
En síntesis, en el país hay 954.350 desocupados, más 1.334.270 inactivos potencialmente activos, mas 740.040 ocupados ausentes, todo lo cual suma 3.028.660 trabajadores cuya inserción en el mercado laboral es nula o bien parecida a cero. Hay, además, más de 2 millones de trabajadores laborando en el sector informal. La situación, por lo tanto, no está como para celebrar.