Por Roberto Savio

La reciente reunión del G20, prevista para celebrarse en Riad pero celebrada de forma virtual debido a la pandemia de coronavirus, ha sido un ejemplo elocuente de cómo el mundo va a la deriva, en medio de una crisis de liderazgo. Fue, en cierta medida, una vidriera. Todo el mundo tuvo que aceptar la imagen del anfitrión de la reunión, el enfermo Rey Salman de Arabia Saudita, acompañado en las pantallas de la televisión por su aparente heredero, el Príncipe Mohamed bin Salman, que es, obviamente, el autor intelectual del brutal asesinato, desmembramiento y desaparición del cuerpo del periodista disidente saudita Jamal Khashoggi.

Mohamed bin Salman se salió con la suya, también gracias al apoyo de Donald Trump, quien durante su intervención en el video, afirmó, entre otras perlas, que nadie en la historia de los EE. UU. había hecho tanto como él por el medio ambiente (como cuando dijo que nadie desde Abraham Lincoln había hecho tanto como él por los negros estadounidenses). Después de eso, Trump se fue rápidamente a su campo de golf e ignoró el debate.

La razón de ser, la realpolitik, las restricciones diplomáticas siempre han sido parte de la historia. El hecho de que el G20 fuera virtual puede ocultar, en parte, la realidad: los políticos ahora aceptan las declaraciones más absurdas sin pestañear porque todo se ha vuelto aceptable y legítimo. En Arabia Saudita, el Príncipe bin Salman es muy popular y, en los Estados Unidos, aquellos que viven en el mundo paralelo de Trumpland le siguen a ciegas.

Biden va a tener una vida muy difícil. Al menos un tercio de los estadounidenses cree que un fraude masivo ha privado a su ídolo de la presidencia. Ídolo que tiene una Corte Suprema formada por sus nominados. Y, a menos que los demócratas ganen los dos escaños para el Senado en Georgia el 5 de enero, este permanecerá en manos de Mitch McConnell, quien bloqueará cada proyecto de Biden que requiera la aprobación del Senado. Añádase a esto una campaña electoral permanente de Trump durante los próximos cuatro años, probablemente con su propio canal de televisión, y es difícil predecir que la vicepresidenta de Biden, una mujer y además negra, pueda repetir su hazaña en 2024.

Ahora bien, es ciertamente difícil de creer que los dirigentes de Francia, Alemania, Italia, Japón, Rusia, el Reino Unido, India, China y Canadá, así como el presidente del Consejo Europeo y el presidente de la Unión Europea —dejando de lado a los Estados Unidos— ignoren los datos impactantes sobre el aumento de la pobreza proporcionados por todas las organizaciones internacionales. La creación del G7 y del G20 ha sido el intento más visible de las grandes potencias para desplazar los debates y decisiones sustanciales de las Naciones Unidas. No fue ciertamente por falta de información que ignoraron el llamamiento del Secretario General de la ONU, António Guterres, cuando imploró acción durante una intervención contra el drama que viven hoy los pobres del mundo, que está anulando todos los progresos realizados en las dos últimas décadas.

Los datos que el G20 ignoró del todo conducen a dos conclusiones: el impacto del virus de la COVID-19 es más fuerte de lo que se esperaba y provocará un desequilibrio social mundial que tendrá consecuencias duraderas en varios millones de personas, de hecho, en unos 300 millones de personas.

Esto se suma a una situación ya de por sí terrible. Según el Banco Mundial, 720 millones de personas vivirán en la extrema pobreza (menos de 1.90 dólares al día). De ellas, 114 millones son el resultado directo de la COVID-19; es decir, el 9.4% de la población mundial. Según el Programa Mundial de Alimentos de las Naciones Unidas, más de 265 millones ya están muriendo de hambre y morirán muchos más. Y, de acuerdo con la Organización Internacional del Trabajo, 200 millones de personas perderán su empleo.

No olvidemos que la mitad de la población mundial, 3,200 millones de personas, vive con menos de 5.50 dólares al día. Estos millones se encuentran tanto en el sur global como en los países ricos, entre aquellos que se acercan a las condiciones de los países pobres. La magnitud de esta situación es mucho mayor de lo que normalmente pensamos. En los Estados Unidos, según la Oficina del Censo, el 11.1% de la población (49 millones de personas) puede clasificarse como pobre, pero la COVID-19 probablemente añadirá otros 8 millones de personas. Una alarmante cifra de 16.1 millones de niños vive en precariedad alimentaria, mientras que más de 47 millones de ciudadanos dependen de los bancos de alimentos. El Centro Nacional de Familias sin Hogar estima que, en 2013, 2.5 millones de niños estadounidenses experimentaron alguna forma de carencia de vivienda. Por último, la revista estadounidense Health Affairs (Asuntos de salud) afirma que, en 2016, los Estados Unidos tenía la mayor tasa de mortalidad infantil de los 20 países pertenecientes a la OCDE, mientras que, según la Oficina del Censo de los EE. UU, la esperanza de vida se ha reducido en tres años.

En Europa, gracias a una cultura del bienestar (ausente en los EE. UU.), las cosas van algo mejor. Eurostat estima que, en 2017, 11.8 millones de personas vivían en un hogar «en riesgo de pobreza o exclusión social», mientras que Save the Children considera que el 28% de quienes tienes menos de 18 años están en riesgo de pobreza y exclusión social. No tenemos estimaciones del impacto de la COVID-19 en Europa, pero la Unión Europea calcula que la pobreza puede aumentar en un 47% si la pandemia dura hasta el próximo verano. Este acercamiento excluye el impacto de la tercera ola prevista para el invierno de 2021. Cáritas Italia considera que a finales de año habrá al menos un millón más de niños pobres.

Los líderes del G20 no pueden ignorar la alerta emitida por UNCTAD en abril: necesitamos encontrar al menos 2,3 mil millones de dólares para atenuar la crisis social que se avecina. No pueden ignorar que la OIT ha declarado que en los países más pobres del mundo, como Haití, Etiopía o Malawi, el ingreso promedio de los trabajadores informales ha caído en un 82%.

Lo que queremos enfatizar es que habría múltiples soluciones si solo hubiera voluntad política. Por ejemplo, Oxfam estima que bastaría con un aumento del 0.5% en diez años de los impuestos pagados por el 1% de los más ricos (un aumento insignificante) para crear 117 millones de puestos de trabajo en sectores estratégicos como la salud, la educación y la asistencia a los ancianos. Repatriar el 10% de los capitales escondidos en los paraísos fiscales obtendría el mismo resultado. Pero hemos seguido el mantra de Ronald Reagan de que los pobres traen la pobreza y los ricos la riqueza, por lo que debería dejarse a los ricos crear la riqueza. Esto puede parecer una broma, pero la OCDE indica que el promedio de impuestos a las empresas cayó del 28% en 2000 al 20.6% en 2020.

Este mismo desequilibrio está ocurriendo con la pandemia. Está claro que hasta que la vacunación sea universal, la COVID-19 está aquí para quedarse; no reconoce fronteras y los problemas globales no pueden tener una colección variada de respuestas locales.

¿Cuál es la lección que podemos sacar de este análisis incompleto? Que estamos lejos de tener una clase política capaz de enfrentar los problemas globales. Al contrario, el nacionalismo y la xenofobia están en el camino de regreso. La actitud de los líderes nacionalistas hacia la COVID-19 ha sido similar a la de la amenaza del cambio climático: es una idea de izquierda de los globalistas. Así que llevar una máscara se ha convertido en una declaración política.

* Roberto Savio es economista, periodista, experto en comunicación. Es creador de Other News y  de la agencia de noticias Inter Press Service (IPS.