Por Hugo Latorre Fuenzalida
El rector Carlos Peña (*) ha escrito un artículo donde confronta dos valores sociales que se encuentran, para él, confrontados y que, finalmente el académico toma partido por el valor liberal de preservar el derecho de opinión como libertad más relevante.
Es cierto que la libertad de opinión forma el pilar de una sociedad democrática, sin esa libertad simplemente se borra toda posibilidad de construir una sociedad a escala humana.
Las dictaduras, los autoritarismos y los engavillamientos monopólicos, a lo primero que echan mano es, justamente, a bloquear las libertades de opinión y desde ahí poder tejer todas sus trapacerías de abusos, violaciones y maltratos a la población que queda inerme, muda y degradada.
Por eso es que las libertades son siempre la base mínima para una convivencia viable a largo plazo.
Pero siempre una libertad lleva de compañera una responsabilidad, de lo contrario no será libertad sino libertinaje. La diferencia está en que la libertad se transita por la senda compartida del aprecio y consideración del otro. El libertinaje desconoce al otro, restringiendo su actuar sólo a los intereses y voliciones primarias del ego, el Yo o el gueto.
En consecuencia, la responsabilidad es un valor que se hermana con la libertas; nunca la libertad puede sobremontarse a la responsabilidad. Una sin la otra, paraliza la marcha.
El rector privilegia la libertad y la contrapone a la lucha por la verdad. La verdad debe aflorar, según él, del debate abierto por la libertad argumentativa. Pero la pregunta que cabe es ¿se puede siquiera aproximar a un diálogo sincero que encamine a la verdad si se parte del odio y el intento de destrucción o aniquilamiento?
Chile demuestra que es imposible. Llevamos casi 50 años discutiendo algo que se encarnó en el odio, el abuso, la mentira, el montaje y no nos hemos podido aproximar a un diálogo que siquiera simpatice con la sagrada verdad. Y esto se explica porque no se ha integrado el RESPETO Y LA RESPONSABILIDAD con respecto del otro. Por tanto no hay diálogo, sigue todo en soliloquios ensimismados, silencios cómplices y obstrucción judicial, con leyes secretas.
Rousseau declara que todos los hombres nacen libres, igual lo hace la declaración de principios de la Constitución Americana. Pero son las instituciones que el hombre crea las que se encargan de limitar y oprimir esas libertades. En “El Contrato Social”, Rousseau comienza denunciando esas opresiones para al final terminar justificando una cantidad de restricciones a las libertades. De hecho, los revolucionarios terminan justificando la dictadura al partir defendiendo las libertades que ROUSSEAU reclamó.
Luego, los poderes de la burguesía acrecentada en poder dominante, usará esos derechos de libertad para imponer la más indigna esclavitud económica a la gran mayoría de la humanidad.
Por tanto, la libertad es una diosa que debe ser vigilada estricta y cercanamente, pues es veleidosa y acomodaticia, además de concesiva a los poderes de manera generosa.
Es cierto que la libertad resurge como el ave Fénix de las cenizas de la opresión para reclamar libertades, eso lo hemos vivido varias veces en nuestra historia. En ese sentido la libertad debe ser ensalzada como diosa de la dignidad. Pero esa dignidad que reclama como estandarte de sus luchas es una RESPONSABILIDAD. Sin eso sería un simple alzamiento de unos opresores para reemplazar a otros opresores, como ha acontecido en muchas revoluciones, a las que les faltó lo que el gran filósofo Charles Péguy denominó una moral : “La revolución será moral o no será nada”.
Por tanto, creo que el Rector Peña se va por el lado de la libertad ingenua, esa que Mirabeau definió como la “que rescataría al mundo de las absurdas opresiones que atenazan a la humanidad y dará paso a un renacimiento d la hermandad universal.” Poco tiempo después Robespierre le daría un mentis al proclamar el “despotismo de la libertad”. Una libertad que costó, según historiadores, más de dos millones de cabezas, entre guillotinas y guerras.
Y ese “despotismo de la libertad” lo vienen usando los partidarios del liberalismo económico como del colectivismo económico, con igual solvencia argumentativa, es decir con igual control de la libertad de expresión, que, al parecer, nunca es tan libre como la propone el Rector. El rector propone, más bien, un optimismo gratis de la filosofía.
(*) El comentario de Carlos Peña publicado este domingo en El Mercurio de Santiago

Esta semana se aprobó por la Cámara de Diputados un proyecto de ley que sanciona a quien justifique, apruebe o niegue las violaciones a los derechos humanos cometidas en dictadura y consignadas en informes oficiales.
¿Es correcta esa iniciativa?
Como suele ocurrir con las iniciativas que esgrimen motivaciones morales en su favor, parece difícil oponerse a esta. Después de todo, tolerar que se nieguen, justifiquen o aprueben los crímenes es una manera de decir que bajo determinadas circunstancias sería correcto que se repitieran. Si usted dice que la desaparición de rivales políticos se justificó por tal circunstancia, entonces usted está afirmando que cuando esa circunstancia ocurra de nuevo será admisible que la desaparición se reitere. Aceptar algo así equivaldría, podría concluirse, a negar el carácter incondicional o categórico de los derechos humanos. Y esto sí que parece inaceptable.
Pero cuando el asunto se mira más de cerca se llega a la conclusión que esa iniciativa no debiera ser aprobada.
Para arribar a esa conclusión es útil considerar el fundamento de la libertad de expresión. El derecho a la libertad de expresión deriva de la igual capacidad de discernimiento que los miembros adultos de una sociedad democrática se reconocen recíprocamente. De esa igual capacidad se sigue que ninguno de ellos posee el derecho de controlar lo que cualquiera otro pueda querer decir o escuchar. Si alguien le niega a usted el derecho de conocer o expresar un determinado punto de vista, lo está tratando como si usted careciera de suficiente capacidad de discernimiento, lo está tratando (la expresión es de Kant) como a un niño. El control de la expresión equivale entonces a negar una misma condición de igualdad a los miembros adultos, hombres y mujeres, de una sociedad democrática.
Se suma a ello que desde el punto de vista puramente intelectual se espera que las ideas tontas, erróneas, estúpidas o perversas sean derrotadas por ideas mejores y que las audiencias o los lectores podrán reconocer estas últimas. Este es el supuesto del diálogo y el debate abierto: que en medio de él la verdad o las ideas correctas triunfarán, que el error retrocederá. Un mercado libre de ideas (la expresión es del juez Holmes) es la mejor forma de que los diversos puntos de vista se corrijan unos a otros y los mejores derroten a los peores. Este es el supuesto de la democracia, de la ciencia y de las humanidades. Ninguno de estos quehaceres aspira a la ortodoxia o a andar detectando herejías. La ortodoxia y las herejías deben ser relegadas al fanatismo religioso y expulsadas de la esfera pública.
En esta última no debe haber ortodoxias que proteger.
Por eso es necesario distinguir entre la negación o incluso la apología de ciertos hechos o actitudes, por una parte, y la incitación al odio, por la otra.
La mera negación de ciertos hechos debe quedar entregada a la libre investigación histórica y su apología o defensa debe ser considerada una parte del debate ideológico, de la defensa general de ideas. La incitación al odio, en cambio, es ilícita porque supone la intención y la idoneidad de los medios empleados para promover la hostilidad o la agresión violenta hacia un cierto grupo.
En el derecho comparado hay países que castigan efectivamente el negacionismo (en particular del holocausto como ocurre paradigmáticamente en Francia y Alemania, como consecuencia, es probable, de la culpa que han sentido) y otros en los que se le considera parte de una expresión ideológica, no idónea para ser calificada de discurso de odio (como ocurre en el derecho angloamericano). Para apreciar los distintos resultados de uno y otro criterio, basta recordar que mientras Francia castigó a Roger Garaudy (excomunista) por escribir un libro negando el holocausto, la Suprema Corte Americana consideró que una marcha neonazi en un barrio de mayoría judía era una expresión legítima. ¿Qué democracia es más segura de sí misma? ¿La que se espanta con un libro y priva a los ciudadanos de leerlo o la que tolera incluso una marcha neonazi? ¿La democracia militante o la democracia liberal?
Es de temer que con el aire moralizador que ha invadido el espacio público se acabe castigando en Chile a quienes se atrevan a dudar de los hechos pasados, pretendan contextualizarlos o se nieguen a condenarlos. Pero de ocurrir algo así, de castigarse el negacionismo, no solo la democracia y la igualdad entre sus miembros saldrán lesionadas, sino también la defensa de los derechos humanos. Después de todo, estos últimos son una idea que tiene razones en su favor, razones que pueden ser esgrimidas en un debate abierto, razones que ponen de manifiesto la barbarie allí donde ella ocurre, no una ortodoxia dispuesta a sustituir esa barbarie por otra dedicada ahora a detectar y perseguir a nuevos blasfemos.