Por Federico Gana

Si usted no tiene almacenada la legumbre en su despensa, la solución es fácil. Solo se necesita tiempo, pero de eso hay bastante en estos días confinados. Y hay que usarlo. Aprovecharlo. Es posible que uno de los resultados de la pandemia sea que nos transformemos en grandes inventores de muchas cuestiones que, en tiempos normales, constituirían una falacia. O una realidad discutible.

Lo que usted quiera.

En el caso de lo que propongo aquí, lo primero es encontrar la página Comisaría Virtual.cl y pedir el permiso correspondiente para ir de compras. Cómo cuando éramos niños, pedir permiso. Cuando se obtiene, hay tres horas libres para el supermercado. O al almacén cercano de su barrio, que siempre está abierto, verdad? Es un poco más caro, pero de eso vive el almacenero que conocemos hace años. Sí, el de urgencia. El de los precios que, cada vez que vamos a comprar dónde él, juramos que es la última vez. Que tenemos que organizarnos para que nada falte. En este caso, como se verá más adelante, difícil de conseguir es un delgado hilo. Comestible.

Debemos comprar lentejas. Días antes, para aprovechar bien la mañana del día en que se cocinará.

Que sean de cinco milímetros, las más chiquitas. Dan la impresión de que fueron cosechadas siendo jóvenes y que, por eso, pueden ser más frágiles frente al fuego. Porque frescas no estarán. También las hay de seis milímetros. Son más robustas, más apetitosas en teoría pero defiendo la tesis de que el buen sabor viene en grano chico.

¿Sabía, de paso, que no se cosechan lentejas en Chile, aunque seamos tan lentejeros? El por qué somos así merece una explicación, pero no la sé. Podría aventurarme en una teoría pero, para qué. Lo pienso mientras veo cómo, desde que los regué ayer (¡esperando la lluvia!), han crecido esta mañana mis cardenales en el macetero de greda. No siguen iguales, pero la diferencia es imperceptible. Ha pasado poco tiempo para ellos. Para nosotros también, estamos igual que ayer pero ya no somos los mismos.

El remojo de las lentejas es esencial. Porque creo que el paso del tiempo es milagroso y ya lo veremos cuando termine de transitar el virus que recorre el mundo, las lentejas deben reposar en agua fría dos noches, con sus días y en un recipiente que conserve su prestancia. Nada plástico. Ojalá un recipiente blanco, para ver cómo van cambiando de color, con el inveterado misterio del paso de las horas. Quedarán buenas, que no asalte la inseguridad ni el temor por el resultado, pues el mejor ingrediente de la cocina es el lento paso del tiempo y la sustanciosa llegada del buen apetito. Esto de la lentitud me recuerda que en un libro del mismo nombre (La Lentitud), el escritor Milan Kundera señala que “la fuente del miedo está en el porvenir y el que se libera del porvenir no tiene nada que temer”. Es decir, no se preocupe si las lentejas le quedan mal. Libérese. Mi débil experiencia culinaria parece indicarme que en esas dos jornadas de espera está el secreto de la blandura, la delicia de la textura y el espesado final. El secreto de acompañar al tiempo, cuando transcurre con su lento paso invisible.

Llegado el momento elegido, será muy temprano en la mañana y cuando aún no se vislumbra siquiera que en algunas horas se volverá imperiosa la merienda cotidiana. Sí, horas antes de eso las lentejas saldrán de su remojo de las mencionadas dos noches y sus días e irán a su segundo paso por el chorro de agua fría desde el caño, largo rato y con la ayuda de un colador grande de tamaño pero de agujeros muy pequeños, para que a legumbre no huya despavorida del repentino golpe helado. Chorro potente, que las despercuda de su letargo. Y que las limpie, claro. Es el objetivo.

Recién entonces comienza la tarea que hará la nada de sutil diferencia. Es la ceremonia del relleno propiamente tal, tarea cautivante y embriagadora, que comienza con el ahuecamiento de cada pepita, preferentemente con la punta más filuda de un delgadísimo bisturí. O algo que se le parezca, porque no es común tener uno en casa. Cada vez que ahueque una, rellénela. Una a una. ¿Cuál relleno? De acá se desprende la creatividad más absoluta. Sólo dos ideas, que habrá miles: una gota de salsa de vino tinto más un grano de alcaparra, es una posibilidad. Otra son los desmenuzados hilillos de pechuga de ave, cortados milimétricamente, cubiertos con fuerte pimienta negra cayena. Y así. Inventar. Solamente hay que cerciorarse de que los ingredientes congenien porque luego, en la olla hirviente los límites se abrazan. Y, por supuesto, no olvide ir atándolas también una por una, con el hilo comestible que, ya decíamos al principio, no es fácil de conseguir. Descubrí para ello, en tiendas de alimentos chinos en el sector Estación Central de la Alameda, los fideos de cristal de almidón (hechos a base de habas de mung, brotes más tiernos de la planta de haba, que aún contienen la leguminosa) y una mezcla de papas y arroz. Son una clave del éxito en la cocina asiática.

Despreocúpese, ya sabe que le tomará tiempo rellenar. Piense, por ejemplo, que está tejiendo una alfombra gruesa o comenzando a leer los dos tomos de La Guerra y la Paz, de Tolstoi, (más de mil páginas). O escribiendo aquella larguísima carta con los detallados comentarios íntimos que siempre quiso comunicarle a un ser querido lejano.

Sueñe. El tiempo lento también es para eso.

En todo caso, es una buena manera de pasar la mañana. Si a eso de la una de la tarde, cuando ya vea que en la olla hay lentejas como para dos o tres platos contundentes, sírvase un aperitivo, que lo merece. Recuerde que en párrafos anteriores ya dijimos que se trata de una ceremonia embriagadora. (1)

Entonces, ponga agua a hervir, que ya viene el sofrito.

Efectivamente, en una olla más bien alta y de base firme para su posterior largo diálogo con la llama media, se desarrolla la escena maravillosa del sofrito donde las rebanadas del pimentón verde cortadas en cuadritos también se abrazan (supongo que desesperados) entre la sal, el orégano y la pimienta con los cuadritos de zapallo, la zanahoria rallada y los champiñones más blancos que encuentre. Gritan, saltan en el aceite caliente donde brillan los desenvueltos aros de cebolla. Sal, pimienta y lo que usted quiera. En el sofrito caben todas las especias conocidas del mundo. Y las demás.

Van las aprisionadas lentejas a la olla a reunirse con el sofrito y a bailar y abrazarse con la ayuda de la cuchara de palo preferida, hasta quedar quietas y exhaustas. A todo esto, cuando el agua revienta sus vapores como una locomotora antigua, viértala hasta cubrir las lentejas con aproximadamente el ancho del dedo meñique más el índice. Que el agua caliente las cubra y las adormezca. Con rapidez, troce a mano dos rebanadas delgadas de pan de molde integral, sin sus bordes y deposítelas en la olla, que se ahoguen pulverizadas en el agua hirviendo. Y, antes de cerrar discretamente la puerta de esa olla, sienta la plena seguridad de que allí ocurrirá lo que tenga que ocurrir, porque siempre la cocina es un misterio. Sólo falta que el fuego en el plato de la cocina se aquiete a grado medio y que el tiempo transcurra nuevamente, pero ya no con su paso invisible. Ahora, vigílelo.

Una agradable y matemática manera de medir el tiempo de cocción de las lentejas rellenas es escuchar la Novena Sinfonía de Beethoven, que dura 74 minutos y algunos segundos. Búsquela interpretada por la Orquesta Sinfónica de Viena, dirigida por el gran Leonard Bernstein. (El director era casado con una ciudadana chilena, de la familia Alessandri. Eso puede vagamente colaborar a que lo criollo de las lentejas se acentúe al interior inexpugnable de la esperanzadora fábrica cubierta que es la olla, todas las legumbres son muy veleidosas y no aceptan intromisiones en sus cuartos cerrados donde el fuego las conquista).

Salvo, claro, el aire de un perfecto fondo musical.

Durante esa hora con sus catorce minutos, entrométase. Cerciórese de vez en cuando. Que las lentejas no se deshagan pues se desparramarían sus rellenos. Y, ya trascurrido el tiempo total convenido, ábrase definitivamente la olla. Que a quien cocina se le introduzca por nariz y ojos el vapor voluptuoso que salta a la libertad con el aroma trascendente. Y que luego de la momentánea ceguera por el vapor liberándose, véase que en la olla siguen abrazados los componentes del baile de la cuchara de palo. Listos para el desenlace final del almuerzo, tipo tres de la tarde y cuando arrecia el apetito, como cómplice fiel de todo plato. Ese almuerzo cubrirá, acortará y olvidará con su aroma el previo paso de las horas. Y, de alguna manera le alejará de las noticias únicas que existen, sobre el tema que quisiéramos olvidar de vez en cuando. Antes de que caiga el frío invernal de estas tardes y el manto que cubre el día tan temprano. habrán gozado los comensales tan loable esfuerzo.

Ninguna novedad salvo que en el intertanto de lo ocurrido en la olla tapada, algunos granos de lentejas rellenos habrán perdido su comestible hilo minúsculo de habas de mung. Sin embargo, como siempre sucede, los granos parecen ser los mismos de siempre, ahora de sabores diferentes. Que no se confabulen en el paladar. Usted, más que los otros comensales, sabe el secreto. Y el que sabe, siempre goza más.

¿Por qué inventar en cuáles circunstancias usar el tiempo?

El escritor Karl Honoré, nacido no hace mucho en Escocia, en su Elogio de la Lentitud sostiene que el movimiento lento está ganando fuerza, ya que la afirmación de que «cuanto más rápido, mejor » tiene cada vez más detractores. Para formar parte de él no hay que abandonar la parte laboral de la existencia ni olvidarse de la esclavitud que proporciona la tecnología. Ni tampoco cambiar un ápice la propia filosofía de vida. Dice que vivir sin prisas no tiene nada que ver con vivir como un caracol, sino con hacer cada cosa a la velocidad adecuada, ya fuere ésta rápida, lenta o al ritmo que provoque mejores resultados. Actualmente, bajo el paraguas de la lentitud está floreciendo una realidad interesante: la comida lenta, las ciudades lentas, el trabajo lento, el sexo lento, la tecnología lenta, la educación lenta, la paternidad lenta, el diseño lento, los viajes lentos, la moda lenta, la ciencia lenta y el arte lento.

Moraleja: aunque parezca que todo va más rápido, ahora mismo, al primer cuarto del siglo XXI, estamos en el momento adecuado para introducir la solución lenta en el núcleo de nuestra cultura. Quizás, obligados por la pandemia, el frenesí y la urgencia se batan en retirada. Después de todo, lo de las lentejas rellenas puede que tengan algo de razón. Y yo, como quien ha escrito estas líneas y desconocedor absoluto de los enjundiosos secretos de la cocina, finalmente no esté tan loco.

(1) Un secreto: no rellene todas las lentejas. Sólo algo así como la tercera parte. En el calor de la olla los granos atados reventarán y entregarán su sabor al resto. Pero seguirán siendo “Lentejas Rellenas”. Recuerde, es un secreto.