Por Hugo Latorre Fuenzalida
Los movimientos sociales que se han desplegado a lo largo de Chile, han derivado en una demanda central: reemplazo de la actual Constitución. La intención que está detrás de más del 75% de la población encuestada es que se desea pasar de una Constitución que garantiza derechos de propiedad a otra que garantice, igualmente, derechos sociales y humanos, olvidados en la actual Carta Magna, aunque, muchos de estos derechos, se presenten en términos formales.
La razón por la cual los derechos formales (sociales) no se plasman en la realidad radica en que la misma Constitución impone trabas a los gobiernos para establecer prioridades presupuestarias según las necesidades comprobadas.
Una de ellas es asignar al Estado (sector público) un presupuesto que no se condice con sus obligaciones, limitando, además, por ley su capacidad de gestionar iniciativas por cuenta propia.
Chile tiene un presupuesto fiscal que bordea los US$ 77.000 millones, con un PIB que anda por los US$ 340.000 millones; es decir el gasto público representa no más del 20% respecto del producto.
Lo normal es que los países de desarrollo intermedio, como Chile, tengan un presupuesto fiscal cercano al 30%-35%. Es decir, tenemos entre 10 a 15 puntos de diferencia, por debajo de la normalidad.
Pero debemos agregar que este gasto fiscal está anualmente desfinanciado, es decir viene acumulando una deuda pública que ya se aproxima al 100% de su presupuesto anual.
Esto hace que se dé el absurdo matemático que se expresa en que en el sector salud, el Estado chileno sólo se haga responsable del 25% del gasto total en salud (desde el presupuesto emanado de impuestos generales); el otro 75% lo pagan los cotizantes que se suscriben a FONASA (25% aproximado) y a ISAPRES y otros (restante 50%). Es decir, las personas se hacen cargo del 75 % del gasto. El sector privado concentra el 50% del gasto en salud y atiende al 20%- 25% de la población, mientras que el Estado atiende al 75% a 80% de la población con un gasto directo de no más del 25%.
Los países de desarrollo intermedio gozan de una proporción totalmente inversa a la de Chile: el Estado se hace cargo del 75% del gasto y el sector privado aporta el 25%.
Esto explica las deficiencias en el presupuesto en salud, fuera de otra serie de problemas agregados, como la transferencias de recursos públicos a la atención privada, que le viene costando al Servicio nacional de Salud más de US$ 1.500 millones, por año. También está presente la inversión deficitaria en infraestructura hospitalaria y en profesionales requeridos.
La salud está sometida al lucro, al igual que la educación, las cárceles, la justicia y la vivienda. Todos ellos han ampliado su rentabilidad a magnitudes inimaginadas, exprimiendo el modesto bolsillo de las diversas clases medias, las que quedan desamparadas ante los costos de vida, que se les escapa rápidamente de sus posibilidades reales de ingreso.
Está tan desequilibrado el modelo de distribución presupuestario, que usted no debe saber que de todo el presupuesto del Estado, se saca un monto que se transfiere al 20% más rico, y ese monto cubre el 12% de los ingresos de ese segmento; mientras que lo que se transfiere a los ingresos del 20% más pobre llega al 24%. En los primeros se responsabiliza a los sueldos y pensiones de las FF.AA. Carabineros y policías; los sueldos de parlamentarios y ejecutivos de mediano y alto nivel de la burocracia estatal, los subsidios empresariales, de activos de inversión financiero, de fomento, etc.
Pero con todo lo que nos pueda parecer retorcido el modelo de distribución presupuestario en Chile, existe un tema más candente para el futuro de una nueva Constitución.
No son las pensiones, pues para poder financiarlas tendríamos que elevar el ingreso fiscal a un 35% del PIB. Y yo dudo que ningún poder en Chile pueda quitarle esa masa de dinero al sector productivo, porque estamos amarrados por cepos ideológicos y también por tratados internacionales que transforman en intocables a las empresas internacionales (y también a las chilenas que operan con el estatus de extranjeras, justamente para protegerse de las incursiones tributarias que pueda tentar a los políticos).
Entonces, si no se puede extraer más ingresos de los ciudadanos, que ya están sobre exigidos y sobre endeudados, ni del capital, pues está blindado por protección internacional (si se normalizara un tributo minero, como se da a nivel internacional, Chile ya podría salir de la coyuntura crítica, en términos de recursos, como el que le aqueja ahora).
¿Entonces qué se puede proyectar para abordar el tema de la creciente demanda de derechos sociales que deberán ser financiados y la presencia de un modelo de crecimiento que tenemos y que en su privatismo transnacionalizado no es capaz de dar respuesta a nuestros desafíos internos?
Frente a una realidad tan poco despejada, yo diría que tenemos que abordar seriamente tres fases económicas en Chile:
1.- Cambiar el modelo de producción.
Estamos atrapados en un modelo que vive de la explotación de materias primas y sub-primas, con una estructura de enclaves de alta productividad pero que casi no irradia a la economía global del país. Esas economías primarias están vueltas al exterior y su lógica no se inserta a la realidad nuestra, sino a la economía transnacionalizada. Ese error lo cometió Chile en casi todas las negociaciones que realizó con las compañías mineras de antaño: “Acuerdo de Washington”,“El nuevo trato”, “La chilenización”. Hicimos acuerdos creyendo que entendían su estrategia en sincrónica armonía con la nuestra, pero siempre la de esas empresas obedecía a una lógica muy diferente a la del Estado chileno.
Bien sabemos que las economías primarias de exportación no generan los estímulos de encadenamientos suficientes para activar al resto de la economía nacional, por lo que terminan siendo enclaves extranjerizantes de la dinámica empresarial local y de inhibidores de los mercados propios a mediano o largo plazo. Si esa es nuestra experiencia, debemos derivar a una Constitución que elimine el veto a la acción emprendedora del estado, para alentar un desarrollo industrial, ahora derivado de nuestras materias primas, que alcanzan gran importancia estratégica para el desarrollo de la industria mundial eléctrica. Tenemos que entrar en la economía del conocimiento y la tecnología, de lo contrario decaeremos y no podremos financiar ni una mínima parte de las demandas que se nos vienen. Si no tenemos capacidad de generar mejores ingresos, no tendremos mejores, salarios, tampoco mejores pensiones, mejor salud ni mejor educación.
2.- Cambiar el modelo de acumulación.
Chile se viene caracterizando por acumular riqueza en muy pocas manos y esas pocas manos dan fundamentalmente un uso financiero especulativo y comercial a esos ingresos, además de deslizarse a un consumo suntuario que irrita por lo escandaloso.
Chile hace uso de los ahorros de los trabajadores, a través de las AFP, mayoritariamente para obtener rentabilidad en el mundo accionario bursátil, que rueda por el financiamiento comercial, pero muy poco o nada de ellos se destinan al desarrollo real de la economía productiva o de infraestructura nacional.
Esta orientación dañina para el trabajo y para las pensiones, debe cambiarse radicalmente y convertir los fondos de los trabajadores en creadores de nuevas y mejores oportunidades de ingreso laboral para los mismos trabajadores, con inversiones garantizadas no especulativas.
Los impuestos no cobrados (FUT) de las empresas privadas, deben ser invertidos en un plazo definido y con transparencia, de lo contrario deben ser cobrados como impuestos efectivos. No se puede permitir que esos recursos que son públicos se desvíen a acumulación especulativa y, muchos de ellos, en mercados externos. Esa es una esterilización infecunda parda la economía nacional.
3.- Cambiar el modelo de distribución.
Chile tiene un modelo de distribución absolutamente regresivo del ingreso. Al margen de la enorme concentración de la riqueza, tenemos que se obtiene luego de impuestos una realidad casi idéntica. Esto significa que la carga del estado la está asumiendo el mismo ciudadano a través de tributos indirectos (iva, cigarrillos, alcohol, patentes, combustibles, estacionamientos, transporte, salud, educación, territoriales, etc.) El indicador Gini así lo muestra. Tenemos el dudoso privilegio de mantener uno de los indicadores más desiguales luego de impuestos. Muchos países mantienen niveles de concentración cercanos al de Chile 1% más rico posee el 30% del ingreso. Pero luego de impuestos esa realidad cambia radicalmente en los países que mantienen una tributación adecuada a su nivel de desarrollo.
Debemos derivar a un modelo de distribución progresiva es decir que quien esté más desfavorecido pague menos impuestos, proporcionalmente y reciba más aporte de la sociedad para salir de su estado.
Si no consideramos estas transformaciones estructurales, la nueva Constitución será como una flor que se marchita al penumbrar la tarde.