Publicamos la segunda parte del artículo de Andrés Malamud ¿Está amenazada la democracia en América Latina y en el mundo?, cuya primera parte ofrecimos en esta misma edición semanal de Kradiario Nº 1.130 el martes 8 de octubre de 2019.
Por Andrés Malamud
Los seres humanos estamos viviendo la mejor etapa de nuestra historia. Nunca antes fuimos tantos ni tan saludables ni tan democráticos. Sin embargo, en Occidente creemos otra cosa: presentimos que, por primera vez en décadas, la próxima generación vivirá peor que la actual. Ambas cosas son ciertas: aunque Occidente lideró el progreso global en los últimos dos siglos, hoy son las sociedades no occidentales las que más crecen.
Al mismo tiempo, en Occidente aumenta la desigualdad. Ante la acumulación de frustraciones y la deprivación relativa, es decir, la percepción de que a los demás les va mejor que a nosotros, la ciudadanía se rebela en las urnas y en las calles. Las democracias enfrentan tiempos turbulentos que, sin embargo, no serán homogéneos. El impacto será diferente entre la vieja Europa y los siempre renovados EE UU, pero también entre ambos y América Latina, denominada por Alain Rouquié «extremo Occidente».
Junto con el argentino Guillermo O’Donnell, el politólogo estadounidense Philippe Schmitter es uno de los padres de la transitología –es decir, el estudio de las transiciones democráticas–. Su objeto de estudio es lo que él llama, parafraseando al «socialismo realmente existente» con que se justificaban las limitaciones del sistema soviético, las «democracias realmente existentes».
Según Schmitter, no hay nada nuevo en el hecho de que las democracias estén en crisis. La distancia entre el ideal democrático y los regímenes efectivos siempre exigió ajustes constantes, así que la capacidad adaptativa, tanto como las crisis, es un elemento constitutivo de las democracias reales. Para Schmitter, la gravedad de la crisis actual se debe a que involucra un conjunto de desafíos simultáneos en vez de consecutivos, que podían enfrentarse mediante reformas graduales. La crisis económica coexiste con la de legitimidad, y los cambios en la estructura económica se superponen con las transformaciones de la comunicación de masas. Por si fuera poco, existen amenazas, pero no alternativas a la democracia, como las que podía presentar la Unión Soviética. La reputación del régimen depende de su desempeño. El emperador democrático está desnudo y sus súbditos lo han notado. La incertidumbre y la turbulencia quizás ya no sean trazos de época sino una constante de la democracia que viene. El populismo es uno de sus síntomas más ubicuos.
Antes de seguir, corresponde una aclaración: el populismo es un fenómeno que se manifiesta en democracia. Regímenes como el de Maduro en Venezuela o Daniel Ortega en Nicaragua ya no son populistas, sino autoritarios. Una vez dicho esto, la exacerbación del populismo, entendido como la concepción maniquea de un pueblo victimizado por una oligarquía, puede corroer y, en casos extremos, terminar con la democracia. En un artículo de 2018 titulado «¿Los pobres votan por la redistribución, contra la inmigración o contra el establishment?», Paul Marx y Gijs Schumacher publicaron los resultados de un experimento realizado en Dinamarca, pero no es difícil percibir lo bien que viaja a otras regiones.
En él muestran que los electores de clase baja votan por razones diferentes a los de clase media y alta. Sorprendentemente, la causa no es la inmigración: sobre esa cuestión no hay discrepancias. Lo que distingue a los pobres es su propensión a votar en contra de los partidos establecidos y de los políticos de carrera aun en perjuicio de sus propios intereses, por ejemplo, avalando propuestas de retracción de las políticas sociales. Cuando se enojan, los pobres cometen una herejía teórica y dejan de votar con el bolsillo. Los partidos democráticos están en peligro si no entienden que la rabia puede más que el interés.
El sociólogo italoargentino Gino Germani describía la fuente del populismo como «incongruencia de estatus». En el caso del peronismo, o del populismo latinoamericano en general, esto significaba que sectores que habían ascendido económicamente no encontraban reconocimiento político y social, y lo procuraban a través de un liderazgo que les prometía romper el orden oligárquico. El populismo de los países desarrollados invierte esta lógica: aquí la incongruencia se debe a que sectores previamente dominantes se sienten amenazados por grupos sociales ascendentes, sean minorías étnicas como en eeuu o inmigrantes como en Europa. La declinación de estatus relativo anuda los fenómenos de Trump, el Brexit, Matteo Salvini y Viktor Orbán.
Justamente, los nuevos nacionalismos europeos ponen en cuestión no solo la democracia sino también su mayor subproducto internacional: la integración regional. Entendida como un proceso por el cual Estados vecinos fusionan parcelas de soberanía para decidir en conjunto sobre problemas comunes, la integración encontró en la Unión Europea a su pionera y su caso más avanzado. El Brexit es solo una de las tres crisis que enfrenta actualmente, siendo la de la inmigración y la del euro más amenazadoras para su integridad.
En otras regiones, la amenaza a la integración es menos grave: después de todo, no puede desintegrarse lo que no se ha integrado. En América Latina, por ejemplo, la integración regional es un discurso que no echó raíces. A pesar de algunos avances en la coordinación de políticas y la circulación de personas, las fronteras latinoamericanas siguen siendo caras y duras. Las fronteras formales, eso sí. Porque donde la región ha avanzado mucho es en la integración informal, aquella que no realizan los tratados sino los bandidos. Las tres áreas en las cuales las sociedades latinoamericanas más se han integrado son la corrupción, el contrabando y el narcotráfico. En las tres, pero sobre todo en la primera, hay activa intervención estatal; en las otras dos el Estado es responsable, pero sobre todo, víctima. Es esperable que una cuarta dimensión de la integración también sea informal, involucre mucho dinero y tenga alto impacto político: se trata de la transnacionalización de las religiones organizadas. Las religiones evangélicas, en particular, consolidarán sus redes regionales beneficiadas por el acceso al poder en dos países claves, Brasil y México. Si los Estados nacionales no fortalecen la vigencia de la ley y la capacidad de implementarla en todo su territorio, la integración latinoamericana será, cada vez más, un asunto de predicadores y de delincuentes. Como sus democracias, diría un mal pensado.
La realidad es menos escabrosa, aunque no tranquilizadora. Hoy la democracia latinoamericana corre menos riesgo de ruptura o captura mafiosa que de irrelevancia. El sentido común y la investigación académica coinciden en una cosa: la economía es el principal determinante de los resultados electorales. Así como la recesión favorece a la oposición, el crecimiento económico favorece al gobierno porque los electores lo responsabilizan por el desempeño. Esto es cierto en los países centrales, donde el buen resultado de las políticas públicas depende sobre todo de factores internos. Pero ¿qué ocurre en los países periféricos, donde la economía depende de factores externos? Los politólogos brasileños Daniela Campello y Cesar Zucco demostraron que, en América del Sur (atención: no en toda América Latina), la popularidad de un presidente y sus chances de reelección dependen de dos variables que le son ajenas: el precio de los recursos naturales y la tasa de interés internacional9. El precio de los recursos naturales determina el valor de las principales exportaciones de estos países y es fijado sobre todo por el crecimiento de China. La tasa de interés determina la disponibilidad de capitales para la inversión extranjera y es fijada sobre todo por el Banco Central de eeuu (la famosa Fed). Así, cuando los recursos naturales están caros y las tasas de interés bajas, se reelige a los presidentes; cuando se invierte la relación, la oposición triunfa. Esta dinámica tiene efectos negativos sobre la democracia, porque buenos gobiernos pueden ser expulsados por culpa de los malos tiempos, mientras que malos gobiernos se mantienen en el poder gracias a vientos que no generaron. Probablemente, la salida para este dilema de la democracia no sea mejor información política, sino más desarrollo económico.
Esta discusión nos conduce a un caso extremo, que combina colapso económico con ruptura democrática: Venezuela. Los politólogos tradicionales asumimos erróneamente al Estado como algo dado y estudiamos el poder en términos de régimen político. Así, cuando vemos un régimen autoritario, esperamos que en algún momento se derrumbe y dé inicio a una transición democrática. Y creyendo hicimos creer. Ahora la mayoría de los venezolanos espera que el gobierno de Maduro se termine, sea por golpe interno o por intervención externa, y que la democracia reconstruya el país. Pero la democracia es un mecanismo para elegir al chófer que maneja el auto del Estado, y en Venezuela ese auto no tiene motor. La economía venezolana no produce el 80% de lo que consume, incluyendo alimentos y medicamentos; solo produce petróleo –y cada vez menos–. Dado que eeuu, su principal socio comercial, se tornó autosuficiente en gas y reduce a ojos vista su dependencia del petróleo extranjero, su interés en la reconstrucción venezolana es inferior a los costos que podría acarrear. Así, de los dos países que tienen recursos suficientes para reconstruir un país de este tamaño, solo China tendría interés en hacerlo, y no gratis. En este contexto de ruina económica, autoritarismo político y levantamiento popular, los escenarios que se abren para la República Bolivariana son cinco. La comparación con casos semejantes ayuda a graficarlos.
El primer escenario es una transición democrática exitosa como la que atravesó Túnez, la cuna de la «primavera árabe». En ese país lograron meter en un avión al presidente autocrático Ben Ali, mandarlo al exilio en Arabia Saudita y establecer un régimen democrático y pluralista. Los venezolanos optimistas se ilusionan con seguir el mismo camino y jubilar a Maduro en Cuba o España. Probabilidad: baja. El segundo escenario es menos alentador y consiste en la vía egipcia, en la que la marea prodemocrática consiguió derribar al dictador Hosni Mubarak pero, después de un breve experimento democrático, el régimen autoritario consiguió reequilibrarse bajo otro liderazgo. Un bolivarianismo sin Maduro aparece como una alternativa viable, que reduciría la presión sobre el régimen sin cambiarlo. El tercer escenario es Zimbabue, un país devastado donde autoritarismo e inflación convivieron durante años sin poner en causa al régimen. La destitución final de Robert Mugabe, después de 37 años en el poder, no abrió las puertas de la democracia ni resolvió los problemas económicos. Esta es la situación venezolana por default.
El cuarto escenario es Libia, un país extenso y poco poblado en el que una intervención extranjera mal planeada y mal implementada quebró el monopolio de la violencia ejercido por Muamar Gadafi y falló en construir otro. La consecuencia fue la desaparición efectiva del Estado, cuya supervivencia nominal camufla a una miríada de grupos tribales y mafiosos que se reparten el control territorial y los recursos naturales. Visto el descontrol de las fronteras venezolanas y la presencia de organizaciones criminales colombianas en su territorio, este desarrollo es cada vez más verosímil. El quinto escenario es Siria, un país en guerra civil donde los bandos no coexisten fragmentariamente, como en Libia, sino que se disputan militarmente el territorio. La probabilidad de esta evolución es baja porque las armas, en Venezuela, están todas del mismo lado. La posibilidad de que China invierta sumas astronómicas para extraer recursos naturales de Venezuela decrece del primero al cuarto escenario y desaparece en el quinto. Ello presenta una paradoja: cuanto mejor le vaya a la democracia venezolana, mayor probabilidad tendrá de convertirse en un protectorado económico.
Como alternativas a la democracia liberal, el fascismo y el comunismo quedaron fuera de combate en el siglo xx. La tragedia venezolana y su posible deriva china exhiben las dos alternativas que se le alzan en el siglo xxi: de un lado, la ineficiencia utópica del liderazgo carismático; del otro, la eficiencia distópica de la autocracia digital. La democracia será menos utópica o menos eficiente que sus rivales, pero, como quería Karl Popper, seguirá siendo el único régimen político que nos permita librarnos de nuestros gobernantes sin derramamiento de sangre.