Por Andrés Malamud
En la década de 1990, la democracia pareció convertirse en el único régimen político posible. Tres décadas más tarde, la encontramos asediada por los populismos desde adentro y por las autocracias desde afuera. ¿Podrá sobrevivir a las amenazas que hoy encarnan Donald Trump por un lado y el régimen chino por el otro? Posiblemente sí, pero deberá reformarse. Eso no es novedad: la democracia siempre ha sido el más adaptable de los regímenes conocidos. La incógnita reside en las formas que adoptará y en los procesos que las moldearán.
¿Se está muriendo la democracia? La respuesta corta es «no». La larga, para quien esté ávido de detalles, es «claro que no». Y, sin embargo, proliferan conceptos como «recesión democrática», «erosión democrática», «reversión democrática» o «muerte lenta de la democracia». Irónicamente, esto sucede 30 años después de que los seguidores de Francis Fukuyama declararan la victoria eterna de la democracia. Es evidente que no era para tanto. Pero ni la democracia era eterna entonces ni se está terminando ahora. En ausencia de blancos y negros, la actualidad combina gotas de color entre matices de gris. Después de todo, la democracia es el menos épico de los regímenes políticos. Quizás por eso, agregaría Winston Churchill, es el menos malo. Recientemente, los politólogos europeos Anna Lührmann y Staffan Lindberg publicaron un artículo sobre la «tercera ola de autocratización»1. Su argumento es que a cada ola de democratización (ya hubo tres) la sucede una contraola en la que la democracia retrocede. Sin embargo, a partir de una enorme base de datos, concluyen que no debe cundir el pánico: la actual declinación democrática es más suave que la contraola anterior, y el total de países democráticos sigue cercano a su máximo histórico. No obstante, los fatalistas abundan. Algunos ven golpes de Estado en todos los rincones. Otros sostienen que los golpes pasaron de moda pero las democracias se siguen desmoronando, ahora por la acción erosiva de quienes las atacan desde adentro. Ambos argumentos merecen consideración.
El problema clásico: los golpes de Estado
La imagen típica de la quiebra democrática es un general deponiendo, y sustituyendo, a un presidente elegido democráticamente. Esa sustitución implicaba un cambio de gobierno pero, sobre todo, un cambio de régimen. El adjetivo habitual era «militar»: un golpe militar daba lugar a un régimen militar. Pero habitualmente era un sobreentendido que no hacía falta reforzar: ¿de qué otro tipo podía ser un golpe? Esto cambió. Hoy abundan todo tipo de calificativos: golpe blando, suave, parlamentario, judicial, electoral, de mercado, en cámara lenta, de la sociedad civil… Esta profusión no debe ser naturalizada. Corresponde preguntarse por qué llegamos del concepto clásico de golpe a esta panoplia de subtipos disminuidos.
Con el politólogo noruego Leiv Marsteintredet realizamos un estudio que titulamos, parafraseando un texto clásico de David Collier y Steven Levitsky, «Golpes con adjetivos». En él observamos que, aunque los golpes de Estado son cada vez más infrecuentes, el concepto es cada vez más utilizado. ¿A qué se debe este desfase entre lo que observamos y lo que nombramos?
Logramos identificar tres causas. La primera es que, aunque los golpes son cada vez más inusuales, la inestabilidad política no lo es: en América Latina, varios presidentes vieron su mandato interrumpido en los últimos 30 años. Autores como Aníbal Pérez Liñán demostraron que las causas son distintas, y las consecuencias también: ahora, aunque los presidentes caigan, la democracia se mantiene. Sin embargo, la inercia lleva a usar la misma palabra que utilizábamos antes, como si Augusto Pinochet y Michel Temer encarnaran el mismo fenómeno. La segunda causa es lo que en psicología se llama «cambio conceptual inducido por la prevalencia», un fenómeno que consiste en expandir la cobertura de un concepto cuando su ocurrencia se torna menos frecuente. Una forma más intuitiva de denominar este fenómeno es inercia. La tercera causa es la instrumentación política: a quienes sufren la inestabilidad les sirve presentarse como víctimas de un golpe y no de su propia incompetencia o de un procedimiento constitucional como el juicio político. El contraste entre los «golpes» actuales y los golpes clásicos es tan evidente que hacen falta adjetivos para disimularlo.
Si el perpetrador es un agente estatal, el blanco es el jefe de Estado y su destitución es ilegal, estamos frente a un golpe de Estado clásico. Los ejemplos típicos incluyen la sustitución de Salvador Allende por Augusto Pinochet en Chile en 1973 (foto derecha) y la de Isabel Martínez de Perón por Jorge Rafael Videla en Argentina en 1976 (foto izquierda).
Si el jefe de Estado es destituido ilegalmente pero el perpetrador no es un agente estatal, el acto sería una revolución. Sin embargo, los que prefieren estirar a entender usan «golpe de la sociedad civil», «golpe electoral» o el más ubicuo «golpe de mercado», que en el gráfico se designan como «golpes con adjetivos del tipo 1». El golpe de mercado es citado, por ejemplo, como causa de la renuncia de Raúl Alfonsín en 1989, en Argentina, mientras que Nicolás Maduro denunció un «golpe electoral» cuando perdió las elecciones legislativas en 2015.
Si el perpetrador es un agente estatal y la destitución es ilegal, pero el blanco no es el jefe de Estado, presenciamos lo que se llama autogolpe. Esta palabra es engañosa, porque se refiere a un golpe que no es dirigido contra uno mismo, sino contra otro órgano de gobierno, como cuando el presidente cierra el Congreso.
En estos casos se incluyen los llamados «golpes judiciales» y el «golpe en cámara lenta», que nosotros denominamos «golpes con adjetivos del tipo 2». El autogolpe arquetípico es el de Alberto Fujimori en 1992, en Perú (y ¿cómo se clasifica el último cierre del Congreso en Lima cuando este paso está permitido en la Constitución del país para casos extremos de ingobernabilidad como el ocurrido recientemente?)
El golpe judicial se aplica a casos como el de Venezuela cuando, en 2017, el Poder Judicial resolvió retirarle las atribuciones legislativas a la Asamblea Nacional. Al golpe en cámara lenta me referiré en la siguiente sección.
Si el perpetrador es un agente estatal y el blanco es el jefe de Estado pero el procedimiento de destitución es legal, se trata de un juicio político, como le dicen en Estados Unidos y Brasil, impeachment. La controversia emerge porque, aunque el Poder Judicial ratifique el procedimiento, la víctima puede alegar parcialidad y cuestionar su legitimidad. Aquí surgen el llamado «golpe blando», el «golpe parlamentario» y el aún más paradójico «golpe constitucional». Nosotros los llamamos «golpes con adjetivos del tipo 3».
Las destituciones de Fernando Collor de Mello en 1992 y de Dilma Rousseff en 2016 en Brasil han sido denunciadas por sus víctimas como golpes blandos o golpes parlamentarios, dado que no hubo utilización de fuerza militar y ambos procesos se canalizaron por el Congreso con la anuencia del Poder Judicial.
Los golpes con adjetivos se distinguen por la ausencia de uno de los tres componentes clásicos del golpe de Estado. El debate sobre si tal destitución fue golpe o no sigue encendiendo pasiones y, sin embargo, es cada vez menos relevante. Porque, últimamente, las democracias no quiebran cuando cae un gobierno elegido, sino cuando se mantiene.
El problema actual: la muerte lenta
Hasta la década de 1980, las democracias morían de golpe. Literalmente. Hoy no: ahora lo hacen de a poco, lentamente. Se desangran entre la indignación del electorado y la acción corrosiva de los demagogos. Mirando más atrás en la historia, los politólogos estadounidenses Steven Levitsky y Gabriel Ziblatt advierten que lo que vemos en nuestros días no es la primera vez que ocurre: antes de morir de pronto, las democracias también morían desde adentro, de a poquito. Los espectros de Benito Mussolini y Adolf Hitler (foto izquierda) recorren su libro de 2018, Cómo mueren las democracias, como ejemplo de que la democracia está siempre en construcción y las elecciones que la edifican también pueden demolerla. Esta obra es un llamado a la vigilancia para mantener la libertad.
Aunque la comparación de Hitler y Mussolini con Hugo Chávez es manifiestamente exagerada, los autores subrayan la similitud de las rutas que los llevaron al poder: siendo tres personajes poco conocidos que fueron capaces de captar la atención pública, la clave de su ascenso reside en que los políticos establecidos pasaron por alto las señales de advertencia y les entregaron el poder (Hitler y Mussolini) o les abrieron las puertas para alcanzarlo (Chávez). La abdicación de la responsabilidad política por parte de los moderados es el umbral de la victoria de los extremistas.
Un problema de la democracia es que, a diferencia de las dictaduras, se concibe como permanente y, sin embargo, al igual que las dictaduras, su supervivencia nunca está garantizada. A la democracia hay que cultivarla cotidianamente. Como eso exige negociación, compromiso y concesiones, los reveses son inevitables y las victorias, siempre parciales. Pero esto, que cualquier demócrata sabe por experiencia y acepta por formación, es frustrante para los recién llegados. Y la impaciencia alimenta la intolerancia. Ante los obstáculos, algunos demagogos relegan la negociación y optan por capturar a los árbitros (jueces y organismos de control), comprar a los opositores y cambiar las reglas del juego. Mientras puedan hacerlo de manera paulatina y bajo una aparente legalidad, argumentan Levitsky y Ziblatt, la deriva autoritaria no hace saltar las alarmas. Como la rana a baño maría, la ciudadanía puede tardar demasiado en darse cuenta de que la democracia está siendo desmantelada.
Prácticas políticas
Los autores dejan tres lecciones y a cada una de ellas se asocia un desafío. La primera es que no son las instituciones, sino ciertas prácticas políticas, las que sostienen la democracia. La distinción entre presidencialismo y parlamentarismo, o entre sistemas electorales mayoritarios y minoritarios, hace las delicias de los politólogos, pero no determina la estabilidad ni la calidad del gobierno. El éxito de la democracia depende de otras dos cosas: de la tolerancia hacia el otro y de la contención institucional, es decir, de la decisión de hacer menos de lo que la ley me permite.
En efecto, las constituciones no obligan a tratar a los rivales como contrincantes legítimos por el poder ni a moderarse en el uso de las prerrogativas institucionales para garantizar un juego limpio. Sin embargo, sin normas informales que vayan en ese sentido, el sistema constitucional de controles y equilibrios no funciona como previeron Montesquieu y los padres fundadores de EE UU, ni como esperaríamos los que adaptamos ese modelo en otras latitudes. El primer desafío, entonces, es comportarnos más civilmente de lo que la ley exige.
La segunda lección es que las prácticas de la tolerancia y la autocontención fructifican mejor en sociedades homogéneas… o excluyentes. El éxito de la democracia estadounidense se debió tanto a su Constitución y a sus partidos como a la esclavitud primero y a la segregación después. El desafío del presente consiste en practicar la tolerancia y la autocontención en una sociedad plural, multirracial e incluso multicultural, donde el otro es a la vez muy distinto de nosotros y parte del nosotros. Este reto interpela a todas las democracias.
La tercera lección es que el problema de la polarización esté en la dosis adecuada y aceptable. Un poco de polarización es bueno, porque la existencia de alternativas diferenciadas mejora la representación; pero un exceso es perjudicial, porque dificulta los acuerdos y, en consecuencia, empeora las políticas. El desafío de los demócratas no consiste en eliminar la grieta sino en dosificarla. Levitsky y Ziblatt lo dicen así:
La polarización puede despedazar las normas democráticas. Cuando las diferencias socioeconómicas, raciales o religiosas dan lugar a un partidismo extremo, en el que las sociedades se clasifican por bandos políticos cuyas concepciones del mundo no solo son diferentes, sino, además, mutuamente excluyentes, la tolerancia resulta más difícil de sostener. Que exista cierta polarización es sano, incluso necesario, para la democracia. Y, de hecho, la experiencia histórica de las democracias en la Europa occidental nos demuestra que las normas pueden mantenerse incluso aunque existan diferencias ideológicas considerables entre partidos. Sin embargo, cuando la división social es tan honda que los partidos se asimilan a concepciones del mundo incompatibles, y sobre todo cuando sus componentes están tan segregados socialmente que rara vez interactúan, las rivalidades partidistas estables acaban por ceder paso a percepciones de amenaza mutua. Y conforme la tolerancia mutua desaparece, los políticos se sienten más tentados de abandonar la contención e intentar ganar a toda costa. Eso puede alentar el auge de grupos antisistema que rechazan las reglas democráticas de plano. Y cuando esto sucede, la democracia está en juego.
Levitsky y Ziblatt concluyen su análisis con una herejía: afirman que los padres fundadores de EE UU estaban equivocados. Sin innovaciones como los partidos políticos y las normas informales de convivencia, afirman, la Constitución que con tanto esmero redactaron en Filadelfia no habría sobrevivido. Las instituciones resultaron ser más que meros reglamentos formales: están envueltas por una capa superior de entendimiento común de lo que se considera un comportamiento aceptable. La genialidad de la primera generación de dirigentes políticos estadounidenses «no radicó en crear instituciones infalibles, sino en que, además de diseñar instituciones bien pensadas, poco a poco y con dificultad implantaron un conjunto de creencias y prácticas compartidas que contribuyeron al buen funcionamiento de dichas instituciones»6. Para muchos, la llegada al poder de Donald Trump señala el fin de esas creencias y prácticas compartidas. La pregunta que aflora es si pueden las instituciones sobrevivir sin ellas y por cuánto tiempo.
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