Argentina ha perdido al tercer presidente desde la recuperación de la democracia en 1983. A la muerte de Raúl Alfonsín en 2009 y de Néstor Kirchner en 2010, se agregó este martes la de Fernando de la Rúa, quien pretendió construir su autoridad con una práctica del poder moderado orientado a diferenciarse de los presidencialismos fuertes que lo habían antecedido. En ese recorrido se topó con múltiples dificultades como también con su propio carácter conciliador que a veces fue ambiguo.
El control de una Alianza heterogénea (UCR-Frepaso) que significó la primera experiencia política de ese tipo en el país democrático y la necesidad de un equilibrio permanente, además, con su propio partido Union Cívica Radical que todavía aspiraba a conservar con vida, junto al peronismo, el tradicional sistema bipartidista, la tarea resultó complicada, sobre todo, por una razón: la sólida vigencia, aún luego de su anticipada salida del poder, de otro radical Raúl Alfonsín (gobernó la Argentina entre el 10 de diciembre de 1983 al 8 de julio de 1989. Luego vino Carlos Menem hasta el 10 de diciembre de 1999; y siguió Fernando de la Rúa hasta el 21 de diciembre de 2001, quien renunció también en forma anticipada).
La crisis a todo galope

Alfonsín con Carlos Menem

Raúl Alfonsín
De la Rúa recibió como herencia una crisis enmascarada. El ex mandatario de la Alianza pudo haber cometido un pecado al aferrarse para ganarle a la convertibilidad agotada de Domingo Cavallo, con la cual el peronista Carlos Menem estiró una década su estancia en el poder. Tomó un atajo: le prometió a la sociedad en campaña lo que esa sociedad quería escuchar. El mensajero ingrato en la ocasión resultó ser Eduardo Duhalde. Por ese motivo perdió ( Ocupó la vicepresidencia de la Nación durante el primer mandato de Carlos Saúl Menem, aunque renunció a este cargo para asumir como gobernador de la provincia de Buenos Aires; y entre 2002 y 2003 fue presidente de Argentina por aplicación de la Ley de Acefalía).

Eduardo Duhalde, el presidente por emergencia
Entonces pesaban aún en la escena los liderazgos de Menem y Duhalde. Sobre todo de este último. El peronismo, por otro lado, funcionaba todavía como un mecanismo articulado. En el cual la liga de gobernadores ejercía enorme influencia. Hasta supo condicionar al ex gobernador de Buenos Aires cuando se convirtió en mandatario de emergencia luego del estallido y la renuncia de De la Rúa.
De la Rúa sufrió una construcción política que nunca logró administrar. Acordó con el Frepaso (Frente País Solidario) que Carlos “Chacho” Alvarez sería su vicepresidente. El vínculo de De la Rúa con Alvarez nunca fue fluido. Prevaleció la desconfianza entre ellos. El vice solía sentirse más cómodo cuando llegaban a sus oídos las palabras de los dirigentes alfonsinistas que pocas veces comulgaron con las políticas de su correligionario en la Casa Rosada. Su renuncia fue el primer capítulo del desastre. Se produjo por una razón que socavó la poca credibilidad que le quedaba al entonces Presidente y a la Alianza: un grave caso de corrupción. Un pago de coimas en el Senado para que fuera aprobada la reforma laboral, en el cual había estado envuelto un hombre de la cercanía presidencial: el titular de la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE), Fernando De Santibañes.
Caso de corrupción nunca comprobado, pero letal para de la Rúa
La Justicia, ya en épocas del kirchnerismo, nunca pudo comprobar aquella maniobra que la política y el periodismo conocieron de cerca. Decretó la absolución en 2013 de todos los acusados. Pero esa sospecha de corrupción y la crisis económica resultaron letales para De la Rúa.
Su caída fue, al mismo tiempo, una frustración y una tragedia. Por segunda vez un gobierno de signo no peronista vio interrumpida su continuidad. Se perdió la primera oportunidad de poner fin al hegemonismo peronista. De ofertarle a la democracia la posibilidad de una alternancia.
Las derivaciones son conocidas. A la renuncia de De la Rúa y la emergencia de Duhalde le siguió el nacimiento del kirchnerismo. Que, está a la vista, sembró corrupción y desaprovechó una inmejorable ocasión de enderezar algo, siquiera, el rumbo de la estructura económica y social del país. Sus primeros buenos resultados, aquellos de los cuatro años de Néstor Kirchner, resultaron quizás un engaño pernicioso.
La política se degradó con Cristina. La economía profundizó su fragilidad. Nadie sabe, con certeza, cuándo ni cómo podrá recuperarse. Macri no lo ha logrado en su primer mandato que debe concluir en diciembre. Pero parece haber encaminado, al menos, la estabilidad de la coalición que lo sostiene.
De la Rúa y los errores políticos que se los llevó a la tumba
No siempre la muerte redime, y la historia tampoco. Fernando de la Rúa (1937-2019) murió este martes el día del 203 aniversario de la Independencia de Argentina, sin llegar a ver cómo Mauricio Macri consigue este año lo que él no pudo: ser el primer presidente no peronista en completar un mandato electo desde 1928. Pero sobre todo se va sin haber redimido su imagen ante los argentinos, que asocian su presidencia truncada (1999-2001) con el episodio más traumático de la historia reciente del país.
Como Argentina, De la Rúa fue mucho menos que su promesa. Hasta llegar a la Casa Rosada, fue un político perfecto en un país plagado de imperfecciones. Nacido en Córdoba en 1937, ganó desde 1973 todas las elecciones que tuvo al frente en la exigente ciudad de Buenos Aires. Así se convirtió en el primer intendente (jefe de Gobierno) electo en 1996, y desde allí perfiló una candidatura presidencial elegante, que lo mostró como la antítesis del estilo inescrupuloso y presuntamente corrupto de Carlos Menem, el estridente líder de un peronismo de corte neoliberal durante los años noventa. Para llegar al sillón de Rivadavia, hizo algo inédito para la política argentina hasta ese momento: una alianza entre su centenario Partido Radical y el Frepaso, el combinado de disidencia peronista a Menem y sectores progresistas urbanos.
El periodista y analista político Marcelo García escribió que De la Rúa, moderado, conservador, poco carismático y parco pero consistente, era todo lo que no había sido la política argentina desde el retorno de la democracia en 1983 (y antes también). Con escasos puntos débiles, sus rivales lo atacaban por “aburrido”, algo que su campaña se encargaría rápidamente de capitalizar a su favor en un aviso televisivo que sería por años su marca registrada no oficial: “Dicen que soy aburrido”, empezaba De la Rúa, mirando a cámara. Si la corrupción, la pobreza y la inseguridad eran divertidas, entonces él era, sí, aburrido.
Tan aburrido fue De la Rúa que en la campaña hizo una promesa bisagra, también aburrida: su gobierno mantendría la convertibilidad del peso con el dólar. El famoso “uno a uno” era el mayor logro económico de Menem, con el que liquidó a la hiperinflación que había heredado en 1989. Hacia fines de la década había un consenso silencioso entre las élites argentinas que el sistema, basado en la apreciación cambiaria, la apertura externa y el endeudamiento, era insostenible porque agravaba el mal estructural de la economía argentina: la baja competitividad y la falta de divisas. De 1991 a 1999, la deuda externa argentina había pasado de 61.000 a 145.000 millones de dólares.

Shakira se despide de su ex suegro.
De la Rúa mantuvo su promesa hasta el final, pero nada de lo que vino fue aburrido. Acompañado por una recesión que había comenzado a mediados de 1998 y que persistiría durante todo su gobierno, dio un paso en falso tras otro. Por no terminar con la convertibilidad, buscó mejorar la competitividad de la economía con una reforma laboral que fue resistida por la oposición y los gremios peronistas. Su imagen de honesto fue cuestionada por alegaciones de que se habían pagado coimas para que la ley pasara por el Senado (la ley no pasó y trece años después la justicia dictaminó que no se pudo probar que los sobornos hubieran existido). Pero por el escándalo renunció su vicepresidente Carlos Álvarez, el líder del Frepaso, e hirió de muerte a su coalición de gobierno. En un manotazo desesperado por salvar su presidencia, convocó como ministro de Economía y le dio superpoderes a Domingo Cavallo, el padre de la convertibilidad durante el gobierno de Menem, que había sido uno de sus rivales en la elección presidencial de 1999. Nada de eso alcanzó, como tampoco ayudó el contexto externo, con los precios de las materias primas agrícolas que exporta Argentina (soja, trigo, maíz) en el nivel más bajo de los últimos cinco presidentes, escribe García.
El final es conocido. En el diciembre trágico de 2001 hubo congelamiento de depósitos (corralito), cacerolazos, declaración del estado de sitio, represión y más de treinta muertos en todo el país, cinco de ellos a metros de la Plaza de Mayo.
El político de los sueños devenido presidente de las pesadillas simboliza hoy todavía al agujero negro del descrédito, materializado en el cántico popular “Que se vayan todos”, que surgió en las calles en aquellos meses y cuyo fantasma sigue latente hasta hoy. Y su legado es el de haber invalidado el camino de la moderación para quienes vinieron después y siguen hoy, quienes fomentan una división conocida como la Grieta, que justifica fracasos económicos recurrentes, y quienes, a simple vista, se asemejan bastante a los de 2001.