“La doctrina Friedman está en bancarrota”, escribí hace algunas semanas, y esto levantó una inesperada polémica. Me refería a un artículo publicado en 1970, donde Milton Friedman sostiene dos tesis que harían historia: la primera, que los ejecutivos de las empresas son empleados de sus dueños, los accionistas, y por ende deben responder a sus deseos; la segunda, que los deseos de los accionistas son hacer todo el dinero posible respetando las reglas básicas de la sociedad contenidas en sus leyes y sus costumbres éticas.
A partir de tales premisas, se fundó una visión de la empresa que se expandió en el mundo a través de las escuelas de negocios estadounidenses, que la presentaron como una ley natural por encima de todo discernimiento o deliberación. En Chile se socializó de la mano de los Chicago Boys. La ruptura con la noción tradicional de empresa fue una revolución tanto o más profunda que la “política de shock” y la liberalización económica, impulsada por el mismo grupo bajo la inspiración del mismo Friedman.
En los últimos años dichas premisas han sido cuestionadas tanto en el mundo académico como en el empresarial. Desde la perspectiva legal, se objeta que los accionistas sean efectivamente los “dueños” de las empresas. Para Lynn Stout, de la Universidad de Cornell, por ejemplo, en rigor las empresas abiertas en bolsa son “entidades legales independientes dueñas de sí mismas”.
La crítica más extendida apunta al concepto de “valor del accionista”, y su identificación con el valor de mercado. Se trata de “un concepto inconsistente, pues los accionistas tienen diferentes valores”, dice Stout. “El” accionista, enfocado “miopemente en los reportes de ganancias de corto plazo a expensas de los resultados de largo plazo” e indiferente “al bienestar de los demás”, es una abstracción que no existe. Lo que hay en realidad son múltiples accionistas —a veces decenas o cientos de miles—, cada uno con intereses, valores y expectativas distintas, que piensan y actúan a la vez como consumidores, ciudadanos, empleados, miembros de una comunidad o feligreses.
Oliver Hurt, de la Universidad de Harvard, y Luigi Zingales, de Chicago, ahondan en el mismo argumento. Los accionistas reales, sostienen, no tienen como único deseo ganar dinero: están concernidos también por las externalidades, entre ellas la situación de los trabajadores, la protección del medio ambiente o el comercio justo. No se puede, por lo mismo, simplemente “identificar el bienestar del accionista con el valor de mercado”.
“Separemos los fines o actividades éticas, que son exclusivas de los individuos, de lo que es propio de las empresas, que es generar ganancias”. Este argumento, típicamente friedmaniano, es una falacia: según Hurt y Zingales, ambos fines son inseparables. ¿Qué sentido tendría que Walmart, por ejemplo, venda armas que se usan para la matanza de niños en las escuelas, y que con las ganancias obtenidas financie campañas para el control de armas? ¿No es más lógico prohibir su venta en las tiendas? ¿No es esto más efectivo que cualquier campaña?
“Dejemos que las empresas ganen dinero y paguen sus impuestos, y exijamos a los gobiernos que se hagan cargo de las externalidades negativas”. Los autores se rebelan también contra este argumento, que deposita una curiosa (y sospechosa, viniendo de donde viene) confianza en la acción política, en circunstancias que generalmente es más eficiente la acción directa de las empresas.
La doctrina Friedman, dice Stout, “no solo hace daño a la sociedad, sino a los propios accionistas”. Para Dominic Barton, el ex-CEO de McKinsey, ella está a la base de la pérdida de legitimidad del capitalismo y del sistema de libre empresa en el mundo occidental.
Muchos se han emancipado de Marx —lo que, créanme, ha sido doloroso—. ¿Por qué algunos no podrían hacerlo de Friedman?