En su declaración del 5 de enero, el Partido Comunista chileno otorgó legitimidad al segundo período presidencial de Maduro, haciendo caso omiso de que las presidenciales de mayo del 2018 no reunieron las condiciones democráticas indispensables. En las últimas elecciones de la Asamblea Nacional la oposición obtuvo 2/3 de los mandatos y Maduro urdió un llamado a una Asamblea Constituyente para neutralizar esa derrota. En estas circunstancias no existieron las condiciones básicas para un acto eleccionario; de ahí la decisión de la oposición de no participar, escribió en una columna Eugenio Rivera de la Fundación Chile 21.

Agregó que,  con la excepción del Partido Liberal, el Frente Amplio criticó que varios países latinoamericanos reconocieran a Juan Guaidó como presidente encargado, con la tarea de convocar a elecciones. Adujeron que el reconocimiento se alineaba con Trump; aunque el presidente de EE UU es mala compañía, es cierto también que Francia y España de la Unión Europea reconocerán a Guaidó si Maduro en un plazo de ocho días no llama a elecciones.

En este contexto se ha señalado que la proclamación de Guaidó es contraria al derecho internacional.  También que viola lo presuntamente prescrito por la Carta Fundamental de Venezuela, pese a que Maduro, con el apoyo de la cúpula militar y atropellando la división de poderes, viene burlándose hace tiempo de ella. Se aduce a que la proclamación de Guaidó acentuaría las tensiones políticas, llevando al enfrentamiento extremo e incluso a la guerra civil.

Así, el FA desconoce que justamente la proclamación de Guaydó abre un camino de solución política a la crisis: realizar elecciones libres e informadas bajo la supervisión internacional. La proclamación es una medida política efectiva de la oposición para confrontar un régimen que ha mostrado un claro desprecio de la democracia y del estado de derecho. Con ello aparece en el horizonte una salida política que al régimen se le dificulta socavar.

La valoración de la democracia

La óptica sobre Venezuela evidencia cómo cierta izquierda comprende y valora la democracia. Recordemos el exhorto totalitario de Maduro en su campaña presidencial del 2013, citado por Oscar Contardo: “si alguien del pueblo vota contra Nicolás Maduro, está votando contra él mismo”. Este exhorto antidemocrático pretende poseer un mandato y una legitimidad inapelables, aun cuando conduzca en los hechos a un país a su destrucción política y económica.

El régimen de Maduro ha violado reglas básicas de la democracia, ha reducido el PIB del país a la mitad en cuatro años, ha inducido la salida de cerca de 2 millones o más de venezolanos desde su país y muestra una desbocada corrupción. Por el contrario, en democracia el debate sobre qué es legítimo y qué es ilegítimo, es un debate sin garante final, y que se redefine constantemente en el juego democrático. La izquierda que legitima a Maduro adolece de una inquietante impronta.

La discusión sobre la legalidad o no del juramento de Juan Guaidó como presidente encargado de Venezuela es inútil. El conflicto, en estos momentos, no se basa en la interpretación de una ley. Lo que ocurre es el clímax de un profundo proceso de deterioro y corrupción de la democracia: fue Maduro quien se autoproclamó como presidente, tras unas elecciones fraudulentas el 20 de mayo del año pasado.

Así como también, en diciembre del 2015, se autodesignaron los magistrados del Tribunal Supremo de Justicia que hoy pretenden juzgar la supuesta autodesignación del parlamento. El actual gobierno de Nicolás Maduro es genéticamente ilegal. Juan Guaidó no es una causa sino una consecuencia. No estamos frente a un problema de exégesis de la Constitución sino ante una enorme crisis política. A medida que, tanto interna como externamente, las presiones aumentan, el enfrentamiento crece.

¿Hasta dónde puede llegar? ¿Acaso se puede acordar una salida?

La acción política del chavismo se basa en la lógica militar. Está fundada en el contraataque. Apuesta por el desgaste del adversario y espera el momento adecuado para lanzarse en un movimiento de contraofensiva. Así han reaccionado siempre los oficialistas durante los veinte años del chavismo. Así actuaron durante el paro petrolero de 2002 y durante las protestas populares de 2017. Así, también, en distintas oportunidades y con diferentes mediadores, han usado las mesas de negociación para ganar tiempo. Es una estrategia de guerra. Entienden el diálogo como otra acción bélica. Solo lo aceptan si pueden sacarle provecho. Su objetivo sigue siendo el mismo: contraatacar.

Aprovechar la crisis para profundizar aun más la revolución. En esta oportunidad no es diferente. Todas las señales apuntan hacia esa misma dirección: el chavismo no está dispuesto a negociar.

Pero nunca antes el panorama internacional había sido tan adverso. Esto también tiene que ver con un problema real. La crisis venezolana se desbordó, saltó las fronteras y es cada vez menos manejable. Se trata de un tema crítico, en términos de apoyo y de servicios, para todos los países vecinos, y de una amenaza preocupante con respecto al aumento de la xenofobia y de la violencia. En este contexto, el surgimiento de un liderazgo alternativo y la posibilidad de tener otro interlocutor en el poder representa también la posibilidad de una solución a un enorme problema en la región.

Obviamente, el protagonismo de líderes con políticas tan cuestionables e irritantes como el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, o el de Brasil, Jair Bolsonaro, le otorgan una complejidad adicional a la percepción internacional de la crisis. Su apoyo a Guaidó, de alguna manera, refuerza la narrativa chavista, basada en el “imperialismo” y en la denuncia de una “invasión gringa”.

Sin embargo, el abrumador apoyo de los países latinoamericanos, así como la reacción de la Unión Europea, pluraliza cualquier visión esquemática sobre el conflicto. Por más que el chavismo insista en reducir el tema a los códigos más básicos de la izquierda y la derecha, la complejidad de la realidad se hace cada vez más evidente.

Cinco años les han bastado a los líderes oficialistas para derrochar toda la herencia simbólica que les dejó Hugo Chávez. Al final de la tarde del pasado 23 de enero, el régimen de Maduro usó todos los recursos retóricos y convocó al pueblo a una vigilia nocturna alrededor de la sede del gobierno. Como dan cuenta las filmaciones de algunos periodistas, esa noche las calles que rodean el Palacio de Miraflores estuvieron completamente vacías. Nadie asistió a la vigilia.

Esa silenciosa soledad fue una metáfora perfecta de lo que le ocurre. El relato de la Revolución bolivariana ya no funciona ni fuera ni dentro del país.
Cualquiera podría pensar que, en este contexto, lo ideal es negociar. Parece una receta de un manual de supervivencia política. Pero al parecer el chavismo opera de otra manera. Sabe vivir en los extremos. Es un movimiento experto en resistir. Los líderes oficialistas se comportan como miembros de una secta. Creen que la alternancia política es un pecado, una traición a su concepción sagrada de la historia. Están dispuestos a todo y cuentan con una ventaja importante: no tienen escrúpulos. Las consecuencias no importan. Las empresas, las instituciones, las vidas humanas… todo es prescindible, todo está al servicio de un fin mayor: la eternidad de la revolución. Un fin que, por supuesto, también incluye sus privilegios como jerarquía, su permanencia indefinida en el poder.

El líder de la oposición, Juan Guaidó (foto arriba), juramentado presidente encargado de Venezuela, en un mitin en Caracas, el 25 de enero de 2019.

Frente a esto, Juan Guaidó y la Asamblea Nacional —el órgano legislativo elegido democráticamente y dominado por la oposición desde 2015— se presentan ahora como un poder alterno, con legitimidad y capacidad de tomar decisiones sobre la realidad del país. Tienen el apoyo internacional, pero no cuentan con mecanismos ni los espacios para ejercer plenamente ese poder. No tiene canales de comunicación. No tiene burocracia. No tiene soldados… El tiempo es el gran desafío para ambos. ¿A quién de los dos debilita más? ¿Quién gana o quién pierde más con cada día que pasa sin un desenlace del conflicto? Mientras el cerco internacional avanza, el chavismo internamente se atrinchera en la fuerza militar. Apuesta por el desgaste. “Chávez contenía nuestra locura”, dijo alguna vez Diosdado Cabello, en plan de amenaza, desafiando a quienes se le oponían. El discurso sigue siendo el mismo. No hay otra ideología que los uniformes y las armas.