Por Jessika Krohne
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Antiguamente, los matrimonios eran arreglados por los padres en base a consideraciones familiares, culturales o nivel socioeconómico. El matrimonio era más bien una alianza de familias, y poco tenían que ver con la unión de dos personas enamoradas. Era funcional, en el sentido de preservar el linaje y propiedades familiares. No se casaban por amor. El sentido del matrimonio era poder asegurar muchos descendientes a futuro para que se hicieran cargo de las instituciones familiares.
El amor romántico muchas veces se vivía fuera del matrimonio y en general era el hombre el que se permitía ese lujo, ya que tenía amantes y disfrutaba de una vida sexual y un amor romántico con otra mujer. La mujer que se permitía ese lujo era considerada enferma mental y muchas veces se le castigaba socialmente. Como describe Rodrigo Jarpa en su libro “me aburrí del sexo”, la mujer que buscaba el placer por fuera del matrimonio era tratada como loca o pecadora. Sin embargo en la actualidad, si una mujer no disfruta de su sexualidad es diagnosticada con una disfunción sexual o con un trastorno sexual. Es decir, los tiempos han cambiado.
Antes sexo y placer se vivían fuera de casa con “otro tipo de mujeres”, y hoy en día todo se encuentra bajo la misma institución del matrimonio. Eso no es fácil. Mantener el amor, la pasión y una sexualidad placentera en el tiempo requiere de muchas habilidades, paciencia, tolerancia y empatía. Hay una fuerte presión que se les pone a los matrimonios hoy en día, ya que no solo deberían disfrutar de un amor pasional dentro del matrimonio, sino que también tener una sexualidad que los satisfaga.
A esto hay que sumar que las parejas tienen que tener hijos, criarlos prácticamente solos, ya que la crianza en comunidad ya no existe en la actualidad, y los dos (hombre y mujer) ser exitosos laboralmente para poder tener un nivel de vida adecuado y ser valorados por la sociedad. Todas esas exigencias explican el gran porcentaje de divorcio que tenemos en nuestro país y en todas partes del mundo. Según cifras oficiales en Chile, en el 2016 se registraron 48.608 quiebres matrimoniales, el número más alto alcanzado desde el 2010. La separación es una opción muy válida en las parejas postmodernas, a pesar de disfrutar de una mejor salud mental y física. Pero la presión es muchas veces mucho más alta.
El Rodrigo Jarpa hace un análisis bastante interesante en su última publicación: “Se estima que un tercio de los divorcios se asocian a violencia, adicciones y/o infidelidad crónica, entonces los dos tercios restantes podrían pensarse como divorcios innecesarios. Las personas en matrimonios felices no son tan distintas de las que están en matrimonios que fracasan, pero saben cómo aceptar, lidiar y negociar las diferencias. Que interesante me parece su comentario, ya que podríamos evitar muchos divorcios si es que el ser humano fuera más tolerante, empático y tuviera una personalidad más conciliadora. Las cifras seguramente también disminuirían si las personas de la era postmoderna no percibieran el matrimonio como una institución desechable.
Llevar adelante un matrimonio es muy difícil, pero las consecuencias de una separación pueden ser mucho más dañinas aún, es por eso que se deberían intentar todas las soluciones antes de dar un paso tan complejo como ese.