Por Carlos Peña
Los acontecimientos de La Araucanía han puesto fin al buenismo que -adornado de sonrisas, palmoteos y fotografías- prometió manejar el conflicto que mantiene el pueblo mapuche con el Estado.
Una tragedia ha puesto fin a esa ambición disfrazada de ingenuidad.
Porque ocurre que esa estrategia, ideada por Alfredo Moreno, tendía a obviar la dimensión política del problema, a hacer como si no existiera. Y esa dimensión es, y seguirá siendo por mucho tiempo, como lo mostró este incidente, la disputa por el control de un territorio que el pueblo mapuche siente le pertenece real y simbólicamente. Y esa demanda del pueblo mapuche -o lo que es igual, de sus élites dirigentes- no se satisfará ni con programas de colaboración empresarial ni con coaching ontológico ni con la astucia del management ni con el ejemplo del Hogar de Cristo ni reiterando la experiencia de la Teletón.
No, señor.
El pueblo mapuche es pobre, pero no es esa su identidad. Su identidad es la de un pueblo que se siente despojado y excluido no de la modernidad, sino por la modernidad, o por una versión de la modernidad, y por el Estado.
Y esa identidad no se satisfará por la presencia de empresarios, proyectos de inversión, la agilidad de innovadores o la imaginación de quienes memorizan manuales de management.
La única forma de resolver o comenzar a resolver ese problema, es política y consiste en echar a andar tres tipos de medidas, a saber: brindar reconocimiento al pueblo mapuche como sujeto, ayudándolo a instituirse como tal; continuar con la justicia correctiva, y dar lugar, lo más pronto, a eso que algún autor llamó justicia anamnética.
En ese orden.
Los mapuches no son un mero agregado de individuos, la simple suma de personas que por azar viven en un determinado territorio. Los mapuches son un pueblo, es decir, un conjunto de personas que poseen una memoria compartida, a partir de la cual han estructurado su identidad y su lugar en el mundo. Siendo así, un primer camino para resolver el conflicto es conferirles representación, mediante una cuota, al interior del sistema político. Esta sería una medida de justicia política que curaría, siquiera en parte, la invisibilidad a que quiso condenarlo -inútilmente se sabe ahora- el Estado nacional.
Ayudar a que el pueblo mapuche se instituya como sujeto político, es un paso indispensable para el futuro.
La justicia correctiva (así llama Aristóteles a la justicia que tiende a reparar un daño), consistente en la devolución de territorios ancestrales, territorios que el pueblo mapuche no ve como simples medios de subsistencia o recursos, sino como una parte inescindible de su propia identidad, debe continuar y en lo posible acentuarse. No hay otra forma de reparar el daño que se infligió cuando el Estado, a pretexto de pacificar la zona, hizo suyos esos territorios.
Indemnizar el daño infligido -mediante el fraude y la violencia- es una forma mínima de justicia.
Y en fin, se hace necesario eso que Derridá llama la justicia anamnética, la justicia de la memoria. Esta consiste, dicho sencillamente, en no seguir agraviando al pueblo mapuche por la vía de consentir que se hundan en el olvido las víctimas del pasado. Hay miles y miles de víctimas, generaciones enteras, que fueron aculturadas y sometidas a la fuerza, obligadas a callar su lengua y sus costumbres, reducidas por la violencia. El olvido de ellas (o su caricatura como bárbaros, personas intoxicadas por la ignorancia en vez de un pueblo con cultura propia) es también una forma de injusticia que debe ser reparada.
Sacar de las sombras del olvido a las víctimas es también una forma de reparación necesaria.
Hay, en suma, que reconocer al pueblo mapuche como pueblo y favorecer que construya una voluntad colectiva capaz de participar en el proceso político; restituir los territorios que para ellos no son una simple suma de recursos, sino un mundo de significados, y rehacer poco a poco la memoria que la historiografía conservadora quiso condenar al olvido.
¿Lograrán acabar con la violencia esas medidas?
Es probable que, en lo inmediato, no; pero poco a poco despojarán los pretextos para que ella exista y poco a poco también, proveerán de legitimidad al Estado como interlocutor. Y la legitimidad -no la simpatía, no la bonhomía, no el simple palmetazo en la espalda, no las cenas de pan y vino, no la astucia del management– es la base de la verdadera confianza social.