La reciente decisión de la Corte Suprema por la que se concedió la libertad condicional a siete condenados sacudió de pronto un asunto que el polvo del tiempo arriesgaba con camuflar.
Se trata de la violación sistemática de los derechos humanos que llevó a cabo la dictadura y que parte importante de la derecha -es bueno no olvidarlo- durante mucho tiempo consintió.
¿Qué significado posee ese fallo para la cultura pública? ¿Se trata de un simple incidente o de algo que arriesga dejar una estela en el futuro?, preguntó el columnista de El Mercurio Carlos Peña en un artículo titulado «La Corte Suprema y los derechos humanos».
Para saberlo, es imprescindible recordar el lugar que poseen los derechos humanos en las sociedades contemporáneas. Los derechos humanos son, por decirlo así, uno de los inventos más formidables de la cultura: según ellos, cada hombre o mujer posee una esfera de inmunidad que el Estado, por ninguna consideración, sea de utilidad, bienestar social o de cualquier índole, puede sobrepasar. Constituyen, para emplear una fórmula famosa, un imperativo categórico de las sociedades, un mandato cuyo respeto no depende de ninguna condición previa. Mientras un imperativo hipotético ordena algo como medio para alcanzar un fin, de manera que usted debe seguirlo si y solo si comparte el fin de que se trata, un imperativo categórico establece un deber incondicionado, un deber que pesa sobre el individuo fuere cual fuere el fin que decida perseguir.
Si bien los individuos particulares pueden dañarse unos a otros (puesto que los particulares también cometen homicidios o mutilan), las violaciones a los derechos humanos poseen una especial gravedad, puesto que cuando ellos se verifican es porque el Estado, el órgano que monopoliza la fuerza, aquel que concentra los medios admitidos de coacción, se ha vuelto contra los propios ciudadanos cuya voluntad le ha dado origen. Hay, pues, una circunstancia especialmente grave en la violación a los derechos humanos. Si esa violación se tolera o se justifica, si de cualquier modo se es comprensivo frente a ella, si por el paso del tiempo o cualquier otra circunstancia prudencial, la condena de ese tipo de actos se morigera o se atenúa, sin que medien razones fuertes para ello (razones que, como ocurre en el caso de los enfermos terminales, provengan de la propia idea de derechos humanos), entonces se deterioran las bases de legitimidad del Estado al que los ciudadanos prestan obediencia y al que entregan el monopolio de la fuerza en el entendido que bajo ninguna circunstancia se volverá contra ellos.
Y ahí esta la relevancia pública de este fallo.
Lo que el fallo de la Corte Suprema revela es una cierta desatención acerca de la índole de la violación a los derechos humanos, dice Peña.
Porque ocurre que esas violaciones poseen, por los motivos que se acaban de señalar, una gravedad intrínseca que es mayor a la de un delito común, motivo por el cual no es correcto tratarlos de la misma forma. En el delito común es un particular quien atenta contra otro particular; en la violación de derechos humanos, se trata de un agente del Estado quien, en cumplimiento de un designio habitualmente político y premunido de su posición dentro del Estado, atenta contra el ciudadano de manera deliberada. Salta a la vista que se trata de cosas distintas: ¿acaso no merece consideración de parte del derecho esa gigantesca diferencia, el hecho de que en un caso se trata de un cordero agrediendo a otro y en el otro, por decirlo así, del pastor vuelto contra las ovejas?
Para el derecho internacional de los derechos humanos, la distinción es tan relevante, que todo ese derecho surge, de alguna forma, a partir de ella, a partir de la constatación de que en las sociedades modernas la fuente del exterminio de los grupos humanos no son ni pestes, ni catástrofes, sino la voluntad deliberada del Estado amparada en motivos de la más diversa índole, que van desde los motivos políticos (fue el caso de la dictadura chilena) a la promoción de ideales perfeccionistas (como ocurre con los autoritarismos religiosos) o a la protección de la identidad de ciertas mayorías nacionales (como ocurre con los conflictos étnicos).
Pues bien, lo alarmante en este caso (y en otros que le precedieron) es que esa distinción categorial, esa distinción fundamental entre los crímenes de derecho doméstico y los de lesa humanidad del derecho internacional es el que los jueces están, parece, decididos a abandonar a la hora de conceder beneficios carcelarios.
¿Es adecuado ese abandono para la cultura pública del país?
Por supuesto que no, afirma el Rector de la Universidad Diego Portales.
Como enseña la antropología, la cultura humana nace sobre la base de trazar una línea que separa lo que es sagrado, aquello que no está a disposición de ningún propósito, de lo profano, aquello que está entregado a la libre voluntad. Esa línea que es la que, a fin de cuentas, separa la cultura de la naturaleza fue la que tradicionalmente trazó la religión o la costumbre. En las sociedades modernas, en cambio, estas sociedades donde todo se somete a reflexión y a duda, y donde la pluralidad de convicciones, creencias y formas de vida parece ser la regla general, ya no es posible entregar esa línea ni a la religión ni a creencia alguna, sino que ella se establece más o menos convencionalmente mediante un acto de voluntad que se declara y se defiende. Esa es la función cultural que cumplen en el mundo contemporáneo los derechos humanos: dibujar un coto vedado al Estado y a sus agentes, una línea que distingue entre lo que es disponible y lo que no lo es.
Desgraciadamente, la Corte Suprema, al conceder la libertad a esos siete condenados sin hacer diferencias relevantes entre ellos, agentes del Estado y un delincuente común, acaba de borrar o comenzar a borrar esa diferencia.
Y al hacerlo, no parece consciente del papel que en una sociedad democrática les cabe a los jueces.
Es una concepción muy pobre de la tarea jurisdiccional creer -como se ha oído por estos días, incluso en boca de autoridades- que la tarea de los jueces «es resolver caso a caso» y que, por lo mismo, como dijo el ministro de Justicia, lo que hoy se decidió de una cierta forma mañana podría decidirse de otra. Ese punto de vista desconoce que los jueces están obligados a mantener una cierta coherencia en el razonamiento que subyace a la totalidad de sus decisiones. Y esa coherencia está dada no por las razones que cada juez aloja en la soledad de su conciencia, sino por el conjunto de razones que las reglas admiten y cuya mejor interpretación posible los jueces están obligados a elaborar.
John Rawls ha acuñado la expresión razón pública para aludir a ese quehacer deliberativo que, llevado a cabo predominantemente en la Corte Suprema, va modelando poco a poco la cultura de los países, en especial ese puñado de convicciones compartidas que orienta y pone límites a la vida colectiva. Si en una sociedad plural, como es la sociedad chilena, existen múltiples puntos de vista que cada persona o grupo utiliza para orientar su vida, la tarea de los jueces es ejemplificar el tipo de razones que cualquier ciudadano aceptaría si pusiera en paréntesis sus convicciones propias. En otras palabras, una sociedad democrática espera de sus jueces supremos que a través de sus decisiones elaboren y hagan explícita una concepción básica de la vida social en la que todos, al margen de sus creencias, puedan converger.
Y la pregunta que cabe ahora formular a la Corte Suprema es si acaso esa concepción excluirá de aquí en adelante la distinción categorial, que está a la base de una sociedad democrática, entre delitos comunes y violaciones a los derechos humanos y si, por lo mismo, la línea que divide lo sagrado de lo profano, la frontera que dibuja un coto vedado para el Estado y sus agentes, empezará ahora a borrarse poco a poco, como le ocurre, según la frase famosa, a un rostro humano dibujado en la arena, al borde del mar.
Los siete beneficiados de Punta Peuco.según La Tercera.
Según el análisis psicológico y de conducta, los exuniformados registran un buen comportamiento carcelario, pero no dan muestras de arrepentimiento o reconocimiento de los delitos.
La decisión de la Corte Suprema de conceder la libertad condicional a siete condenados por violaciones a los derechos humanos develó la nueva postura del máximo tribunal para zanjar este tipo de causas. El fallo desechó los argumentos con que la Comisión de Libertad Condicional previamente les había denegado este beneficio carcelario.
En la Comisión de Libertad Condicional hay un juez de la Corte de Apelaciones de Santiago y 10 jueces de tribunales orales y de garantía. En abril de cada año analizan los informes de conducta y las evaluaciones sicológicas elaboradas por Gendarmería, las cuales sustentan sus resoluciones.
Solo este año, 1.233 condenados postularon al beneficio, entre los cuales había 17 reclusos de Punta Peuco.
¿Qué antecedentes contienen estos documentos reservados? La Tercera accedió a los informes elaborados en marzo de los siete condenados por violaciones a los derechos humanos que fueron beneficiados. Estas son sus conclusiones.
1 Gamaliel Soto Segura (72)
El 21 de marzo de 2013 se concretó el ingreso a Punta Peuco de este capitán (R) de Carabineros. El reporte de Gendarmería le atribuye una calificación “sobresaliente” en conducta y destaca su trabajo en el “retiro de basura al exterior de la unidad” y resalta su participación dentro de la cárcel en “actividades deportivas, como el tenis, y culturales”.
Sobre el secuestro calificado que lo mantiene recluido, el informe sicológico asegura que Soto “refiere respecto del delito por el que fue condenado una ausencia de conciencia del mismo, reconociendo solo que pertenecía a la comisaría en la cual fue detenida la víctima, y respecto de la sentencia por la cual cumple condena, niega su participación directa”, detalle el análisis.
El documento agrega que el condenado registra “bajos niveles de empatía y una mermada capacidad para enjuiciar críticamente su comportamiento (…), refiriendo insistentemente que se encuentra privado de libertad por una venganza política y que es inocente, porque no ha cometido delito alguno”.
2 Felipe González Astorga (79)
Desde que ingresó a Punta Peuco, el 16 de septiembre de 2015, el suboficial mayor (R) del Ejército obtuvo regularmente calificaciones “sobresalientes” por parte de la entidad carcelaria. Durante su paso por el penal, González realizó labores de “aseo en sectores de su dependencia” y actividades como “caminatas diarias en lo deportivo y lectura de manera constante”.
De acuerdo al análisis sicológico al que fue sometido, y que ahondó sobre el secuestro calificado que le valió una condena de seis años de cárcel, González “niega toda responsabilidad en los hechos por los que cumple condena, refiriendo que solo se limitó a cumplir órdenes”. Agrega que el preso “tiende a disminuir responsabilidades mediante la argumentación cronológica de sus funciones, su cargo, así como la madurez de sí mismo (…), acotando que en esos años para él se trató de una orden más que debía cumplir, como cualquier otra”. Sobre la conciencia del delito, el texto dice que está “ausente”.
3 Hernán Portillo Aranda (66)
Ingresó al penal Punta Peuco el 29 de septiembre de 2015 tras ser condenado por el delito de secuestro calificado. Desde esa fecha el suboficial mayor (R) del Ejército mantuvo calificaciones “sobresaliente” por conducta, según Gendarmería. El oficio de “artesano y/o artista” y los “deportes acordes a su interés” son parte de las actividades que realizaba dentro de la cárcel.
Si bien estos antecedentes fueron considerados por la comisión, también resaltó su informe sicológico. En este, el perito de Gendarmería resalta su “mediana conciencia del delito, reconociendo parcialmente su participación en los hechos por los que cumple condena, pero tendiendo a justificarse en el contexto de órdenes recibidas de la superioridad y de una eventual enfermedad cardíaca que habría desembocado en el fallecimiento de la víctima”.
Asimismo, el informe de evaluación asegura que Portillo visualiza su caso “como el cumplimiento de su deber militar”. Añade que el condenado “minimiza su responsabilidad, sin lograr evidenciar el carácter ilícito de sus acciones”.
4 Manuel Pérez Santillán (67)
El coronel (R) del Ejército, condenado en la causa de secuestro del exquímico de la Dina Eugenio Berríos, ingresó a Punta Peuco el 14 de agosto de 2015. Según el informe de Gendarmería, Pérez tiene calificaciones “sobresalientes” por conducta, desarrollaba tareas de “retiro de basura al exterior de la unidad” y efectuaba “diversas actividades laborales y de capacitación”.
De acuerdo a su informe sicológico, Pérez, quien era amigo de la víctima, “reconoce solo parcial y circunstancialmente su participación en los hechos por los cuales cumple condena, aseverando que esta se limita a haber acudido por dos días a Uruguay a conversar con la víctima para convencerlo de que mejorara su comportamiento, negando su responsabilidad y conocimiento de los hechos por los que cumple condena”.
El documento destaca que el condenado mantiene una “regular” conciencia del mal causado, debido a que “se siente culpable solo de haberlo guiado a la Dine en búsqueda de auxilio, porque la víctima le habría señalado que estaba siendo hostigada por narcotraficantes con los cuales había estafado con dinero”. El informe agrega que “si bien manifiesta encontrarse arrepentido de haber acudido a Uruguay, no considera haber realizado actos ilegales, por lo que no se aprecia arrepentimiento respecto del ilícito”.
5 José Quintanilla Fernández (66)
Según los reportes de Gendarmería, el suboficial (R) Quintanilla ingresó a Punta Peuco el 10 de enero de 2018 para cumplir una condena de cinco años y un día por secuestro calificado.
Por una discapacidad física en el 40% de su cuerpo, el exuniformado se dedicaba a mantener un “huerto en un patio de su dependencia”. El informe sicológico resalta que Quintanilla “minimiza su participación en el delito por el que cumple condena, negando toda responsabilidad al respecto y realizando un análisis meramente descriptivo de situaciones, sin profundizar y solo en la perspectiva de liberarse de toda culpa”
El documento añade que la conciencia del delito está “ausente. No logra visualizar el carácter ilícito de su comportamiento, realizando una muy superficial elaboración al respecto, negando haber cometido delito alguno. Se tiende a victimizar y justificar su rol, donde comenta que ofrece ayuda a los detenidos”.
6 Moisés Retamal Bustos (68)
El 18 de mayo de 2015 es la fecha en que el coronel (R) entró a cumplir condena por secuestro calificado. Con una calificación “sobresaliente”, la evaluación técnica destaca sus labores de “aseo en su dependencia”. También resalta sus actividades dentro del penal, donde destaca en el juego de “tenis y caminatas diarias, y asistencia a clases de alemán”.
Sin embargo, el análisis sicológico destaca que “no muestra arrepentimiento respecto de acciones suyas ligadas con los hechos delictivos”. El mismo documento asegura que hay una “ausente conciencia del delito, negando lo establecido en la condena final, afirmando ser inocente y que tal condición habría quedado demostrada en el proceso”. Y en cuanto a su conciencia del “mal causado, esta se aprecia medianamente desarrollada, pues aunque niega su participación en los hechos delictivos, entrega un discurso de empatía general hacia las víctimas de derechos humanos”.
7 Emilio Robert de la Mahotiere (81)
Llegó a Punta Peuco el 11 de febrero de 2016 tras una condena por homicidio calificado. El coronel (R) y piloto de helicóptero registra calificaciones por conducta “sobresalientes”. Su labor dentro del penal era el “retiro de basura al exterior de la unidad”.
El informe sicológico asegura que el condenado registra “una evolución en conciencia del delito, puesto que, y si bien niega su responsabilidad en los ilícitos, matiza un relato donde su argumentación recorre entre la descripción de rol, con las acciones buenas y malas, así como una visión tendiente a la objetividad del contexto histórico que revisten el cumplimiento de sus funciones como piloto de helicóptero”.
Agrega que posee una conciencia del mal causado “insuficiente (…). No logra profundizar en aquellas temáticas. Asimismo, niega haber efectuado mal alguno a terceros y centra su discusión únicamente en el daño percibido por sí mismo y su familia, producto de la reclusión”.