Viernes 02 de marzo de 2018

Por Agustín Squella

Lo que se afirma en el título vale para Ricardo Lagos Escobar, Presidente de la República durante el período 2000-2006, quien hoy cumple la buena edad de 80 años. Buena edad y, en su caso, muy fecunda. Políticamente fecunda, académicamente fecunda, internacionalmente fecunda, y una edad a la que llega junto a una mujer, Luisa Durán, e hijos que lo han acompañado con un grado de compromiso que nunca ha renunciado ni a la lucidez ni a la libertad en sus juicios y apreciaciones.

No puedo presumir de conocer bien a esa familia, pero las veces que he estado con ella me he dado cuenta de que si hay allí una figura que destaca -la de Lagos padre-, ello no es porque sus atributos y trayectoria reclamen para sí una suerte de sitial hegemónico y ni siquiera preferente. Todos conocemos bien la imagen pública de Lagos, un hombre que en la privacidad se muestra grato, tranquilo, se diría que hasta algo tímido, despojado del tono grave y sentencioso a que la vida política obliga a menudo a quienes se dedican a ella.

Lo conozco no de siempre, sino desde 1990, cuando él, entonces ministro de Educación, llegó a la Universidad de Valparaíso para acompañar la asunción del rector que acababa de ser elegido para el cargo, ocasión en la que tuvo que aguantar un discurso inusualmente largo de la nueva autoridad universitaria. Me excedí esa vez y solo puedo ofrecer como disculpa la singularidad del momento en que tanto el país como las universidades públicas habían recuperado la libertad y la autonomía para decidir acerca de sus destinos. Nos continuamos viendo y recibí prontamente su perdón por el par de horas que lo tuvimos sentado en el Aula Magna de la Escuela de Derecho de la mencionada universidad y, lo que ha sido más importante, percibí una sintonía que debía más a la espontaneidad de los sentimientos que a algún ajuste de las ideas que uno y otro tenía en ese momento, como si ambos avizoráramos ya la pertinencia del pensamiento de Bobbio acerca de que, según van pasando los años, importan más los afectos que los conceptos.

Estadista, sin lugar a dudas, y no solo alguien que ha dedicado la mayor parte de su vida a la actividad política. Esto último -hacer política- puede conseguirlo cualquiera, sobre todo en democracia, puesto que se trata de una forma de gobierno que valora por igual a todos los ciudadanos y que nunca ha prometido el gobierno de los mejores, sino solo el de la mayoría, o sea, el gobierno de los más y, bien vistas las cosas, el de todos. Pero a veces la democracia hace posible el triunfo de los mejores, de aquellos que están excepcionalmente dotados para la función de gobierno, de quienes saben, como es el caso de Ricardo Lagos, que una república no es solo la figura política que se opone a la monarquía ni tampoco el simple protocolo que acompaña a determinados actos públicos especialmente significativos, sino una convicción y un estilo en que el bien colectivo prevalece sobre el interés del gobernante o de cualquier otro agente o grupo dentro de un país.

La república, que es tanto un ideal político como moral, mira al bien común y está relacionada con la virtud de gobernantes y gobernados. La república está reñida con el uso privado de lo público y ni qué decir con la apropiación de lo público a favor de lo privado. Por eso una república es siempre sobria, austera, no ostentosa, sobre todo cuando al frente de ella se pone un hombre que es de Estado y que no solo afirma serlo, como fue el caso de Lagos, por ejemplo, cuando resistió con firmeza la presión de tres gobernantes de igual número de potencias mundiales y restó el voto de Chile en la ONU a la torpe, abusiva y precipitada invasión a Irak.

Tengo viva la imagen de Ricardo Lagos sentado en primera fila en el patio de Las Camelias y tomando notas de lo que allí dijeron en los años de su presidencia figuras como José Saramago, Mario Vargas Llosa, Alain Touraine, Gianni Vattimo, Claudio Magris, Adela Cortina y otros. Tomando notas y haciendo preguntas a quienes llevaron la palabra a la casa de gobierno e introdujeron en ella una pausa para reflexionar mejor acerca de en qué mundo vivíamos y en cuál querríamos vivir. Tengo también viva su imagen en los conciertos que en el Patio de los Naranjos llevaron allí a miles de pobladores de los barrios más apartados de la ciudad de Santiago. Tengo viva su imagen cuando en ese mismo lugar promulgó las más importantes reformas constitucionales hechas en democracia, largo tiempo demoradas en el Congreso por los votos de quienes habían optado por ser más fieles al legado de Pinochet que al país y a la calidad de su democracia.

Hombre a la vez de pensamiento y acción, Ricardo Lagos ha demostrado saber que el pensamiento sin acción es estéril y que esta sin aquel carece de horizonte más allá de su pasajera inmediatez.

Es probable que la imagen más recordada de Ricardo Lagos sea aquella de cuando emplazó a Augusto Pinochet señalándolo con el dedo en un programa de televisión, aunque lo cierto es que hay también otras, muchas otras, que sería justo celebrar en momentos en que el gobernante y estadista cumple la edad de un hombre ya mayor, pero completamente actual. Actual en cuanto vigente y también en cuanto a actualizado, actualizado como pocos, como poquísimos, en el conocimiento extendido y profundo del país, del continente y del mundo.