Si bien es cierto que en la historia de los diversos modos de producción las sociedades humanas aparecen separándose constantemente, no es menos cierto que esa tendencia alcanza niveles superiores en el modo de producción capitalista (MPK) en donde vemos que un segmento humano se separa del otro para imponerse sobre él y dar origen a dos clases sociales que son compradores y vendedores de fuerza de trabajo.
En la llamada ‘rotación del capital’, que es la fase del desarrollo del proceso productivo, esta segmentación vuelve a producirse. Las clases que se organizaran para dar nacimiento al modo de producción capitalista se dividen, nuevamente, de acuerdo a las fases que recorre el proceso de elaboración de un bien. Aparecen, así, productores de bienes materiales, mercaderes que ofrecen mercancías y cuidadores de dinero o prestamistas; y al otro lado de ellos, vendiéndose por horas, los trabajadores de la producción, del comercio y quienes sirven a los prestamistas. En lenguaje moderno, industriales, comerciantes y banqueros con sus respectivos vendedores de fuerza o capacidad de trabajo.
Pero el sistema capitalista aporta un actor más que es el capital, engendro específico, sui generis, producto a la vez que relación social, trabajo objetivado, valor que se valoriza. El capital es un concepto. Y es, además, desde el punto de vista semiótico, una categoría, vale decir, una palabra dotada de significado conceptual.
El capital, en un sentido dinámico, no es dinero; tampoco un conjunto de depósitos bancarios, fortuna personal o algo que se le parezca. Mucho menos, medios de producción. El capital es, en primer lugar, una relación social y, simultáneamente, un valor como lo es la belleza, la bondad, la amabilidad, la justicia, la libertad, la igualdad. No existe en parte alguna que no sea nuestra cabeza. Es un concepto ideológico, una elaboración de la mente a la manera del dinero, que tampoco existe en la naturaleza sino tan sólo en nuestras creencias y convicciones. A diferencia del resto de los valores, que se mantienen estáticos, el capital es un valor que se valoriza, un valor que crece constantemente, que se acrecienta a sí mismo y jamás deja de aumentar. Puede realizar ese milagro de incrementarse permanentemente porque se establece sobre la base de otra construcción teórica ―como lo es el dinero―, sin la participación de la cual todo proceso de acumulación sería ilusorio. El dinero permite la realización de operaciones matemáticas pues sólo se expresa numéricamente; es una medida a la manera del metro, del litro, del kilogramo y facilita, consecuentemente, el cálculo del capital”.
El capital presenta, además, un rasgo muy propio: se trata de un producto que se manifiesta como dotado de vida propia, que parece individuarse, es decir, hacerse cada vez más él mismo e independizarse de toda traba e impedimento que limite su libre actuar. Este rasgo lo hemos descrito en otra parte de la siguiente manera:
“Desde siglos inmemoriales, desde que apareciese sobre la tierra, el capital lucha por alcanzar cada vez mayores espacios de libertad. El capital es una creación esencialmente libertaria; es un sujeto en sí y para sí, no para los demás. Por eso busca romper los vínculos familiares que lo ligan a su parturienta, que es el obrero; por lo mismo busca sacudirse la dependencia que lo une al capitalista, propietario suyo. Y a las leyes de la rotación que lo aprisionan. No por otra circunstancia multiplica su apariencia y, como Dios, se vuelve trinidad (capital industrial, bancario y comercial) trocándose en tres personas distintas y una entidad total. Pero su transmutación, por excelencia, es ser capital bancario pues, en tal calidad, se liga al dinero y vive como factor reproductor de sí mismo, expresándose en números y cifras que dan cuenta de su constante acrecentamiento: como capital bancario es producción, banca y comercio a la vez. Y, sin embargo, no es libre totalmente. Necesita disociarse, efectuar una nueva separación, abrirse e independizarse más aún, huir del control de sus propietarios cuya pasividad, a menudo, le resulta mortal”.
Esta esencia libertaria del capital —que nos hace recordar aquel poema de Leonidas Andrejev, ese poeta ruso capaz de llevar el concepto de libertad a un paroxismo tal que enmudece (“libertad es hacer aquello que incluso Dios rechaza”)—, se transmite al capitalista, al acumulador de valores, al avaro que busca más para sí y para los suyos como único fin de su existencia.